Les quitaron su país, sus derechos y su nombre. Ni el líder de la Iglesia católica ni una premio Nobel de la Paz mencionaron ayer a los rohinyás, el grupo étnico más masacrado del momento. Las alusiones oblicuas del papa Francisco y Aung San Suu Kyi fueron tan diplomáticamente ejemplares como moralmente reprochables. Francisco partirá de Birmania con los primeros jirones en su reputación.

El Papa exigió «el respeto para cada grupo étnico e identidad». «El arduo proceso de construir la paz y la reconciliación nacional solo puede avanzar a través del compromiso con la justicia y los derechos humanos», continuó. Suu Kyi, líder birmana de facto, afinó algo más revelando la provincia de los rohinyás: «Cuando abordamos viejos problemas […] entre diferentes comunidades en Rajine, el apoyo de nuestra gente y los buenos amigos que quieren vernos triunfar es inestimable», argumentó.

Birmania ha desterrado a los rohinyás de su territorio y de su léxico. La palabra es tabú y se alude a ellos como «inmigrantes bengalís». El Papa había sido alertado desde todos los frentes, el suyo incluido, de que la mención arruinaría sin remedio el clima. Durante la semana se especuló si pesaría más el respeto debido del invitado o sus promesas de una nueva era. Fin del misterio.

ALGUNOS ATENUANTES

El Pontífice acumula atenuantes: ha ido mucho más lejos que sus predecesores en cuestiones espinosas, ya se solidarizó sin circunloquios con «los hermanos rohinyás» en verano, los visitará esta semana en los refugios de Bangladés e instaba a proteger a su minoritaria grey de unos militares que ya la persiguió en el pasado. Un desaire a domicilio dificultaría la paz social de un país con más de un centenar de etnias y desangrado durante décadas por conflictos. La realpolitik o la prudencia han engrasado un silencio que decepciona a las organizaciones de derechos humanos. Human Rights Watch habló ayer de «oportunidad perdida».

ACUERDO QUE NO CONVENCE

La factura no será barata para un líder religioso que había nadado a contracorriente en la tradición pusilánime de la Iglesia con audaces denuncias de los genocidios armenio y ruandés. Suu Kyi conoce el paño. Aquel símbolo democrático sufre hoy campañas para que devuelva el Premio Nobel de la Paz y ayer mismo le fue retirado el galardón a la Libertad de Oxford. También Suu Kyi presenta atenuantes: no debe de ser fácil gobernar bajo la bota militar. El general Min Aung Hlaing, arquitecto de la represión, había negado el día anterior al Papa la discriminación religiosa y prometido que el Ejército «está esforzándose en restaurar la paz». El mundo lo ve diferente. La ONU y Estados Unidos han denunciado la limpieza étnica y Amnistía Internacional habla de crímenes contra la humanidad.

Más de 600.000 rohinyás han huido a Bangladés desde el verano y en sus campos de refugiados se describen matanzas, violaciones y saqueos.

Birmania y Bangladés firmaron un acuerdo en vísperas de la visita papal para repatriarlos que no convence a nadie porque carece de garantías y no les devuelve la nacionalidad. Los musulmanes cotizan muy bajo en la bolsa de las simpatías globales y existe un profundo miedo a que la violencia impune continúe cuando se apague el foco mediático papal.