El portavoz de la Armada argentina, el capitán de navío Enrique Balbi, leyó en Buenos Aires el comunicado con voz entrecortada. Tras decir «evento violento consistente con una explosión», sus palabras causaron en la base naval de Mar del Plata el devastador y previsible efecto. Los familiares de los 44 tripulantes que esperaban ansiosos el informe no pudieron contenerse. «¡Mataron a mi hermano, hijos de puta!», exclamó alguien. «¡Desgraciados!», añadió otro allegado. Hubo quien utilizó la palabra «perversos». La abogada Itatí Leguizamón, esposa del cabo primero de la Armada Germán Óscar Suárez, tampoco pudo frenar su ira; «Nos mintieron».

El miedo de los oficiales navales a decir en voz alta las palabras tan temidas no llegó a mitigar el desconsuelo ni las certezas internas. Nadie se había atrevido a decir oficialmente «muerte», pero parecía no hacer falta. Brenda Salva, amiga de Alejandro Tagliapietra, teniente de corbeta, uno de los tripulantes, aseguró no obstante al canal de televisión C5N que el capitán Rossi, jefe de la base de Mar del Plata, se lo comunicó al padre de Tagliapetra. «Están todos muertos», le señaló cuando, impotente, no pudo responder a las preguntas de los familiares sobre el momento y el lugar de la explosión.

«¿Por qué no dicen toda la verdad?», exigió entre lágrimas una de las esposas de las víctimas. Las mujeres y hombres que rezaban por la vuelta de sus seres queridos creyeron en esas horas de dolor lacerante que habían sido engañados por los militares. «Los jefes se roban toda la plata, ¡(Mauricio) Macri, hacelos mierda!», bramó un hombre. A su lado, otros familiares también lloraban y se abrazaban. Hubo desmayos y hasta amagos de trifulca. También se informó de destrozos dentro del edificio marplatense. «Si alguien te mintió, ¿cómo esperan que vas a reaccionar?», razonó Leguizamón.

Ocho días después de que el submarino ARA San Juan perdiera contacto con su base en el Atlántico Sur, la palabra milagro apenas era ya escuchada. «A mí no me van a venir a callar, esto está mal desde hace 15 años», dijo una mujer. Leguizamón, cuyo marido es radarista del submarino, recordó que el cabo Suárez le contó una vez que el sumergible, adquirido a Alemania en 1985, y completamente reparado en el 2014, había tenido un problema el mismo año en que volvió a lanzarse al mar. Y que ese percance era de conocimiento en la comunidad que rodea al ARA San Juan. «Todo el mundo sabe eso. Cualquier persona que trabaja ahí sabe; otra cosa es que no lo quieran decir. Cualquier persona, allegada o familiar, sabe muy bien en las condiciones en que trabajan ellos. Habían reinaugurado un submarino al que solo pintaron de afuera», señaló. La nave, dijo Leguizamón, está «atada con alambre», expresión coloquial en Argentina para aludir a algo sin consistencia.

De acuerdo con el diario La Nación, el presidente Macri ha ordenado «seguir buscando y que no se abandone la tarea hasta encontrar» el sumergible. Pero en el Gobierno es a estas alturas indisimulable el «ánimo de tragedia». La Comunidad Submarinista Latinoamericana divulgó imágenes del equipo del ARA San Juan dentro del navío en el 2014. «Antes de zarpar... se acabaron las palabras y llegó el momento de los hechos», dice Jorge Ignacio Bergallo, segundo subcomandante. Tres años más tarde, ese mensaje de optimismo significaba lo contrario.

A diferencia de los 33 mineros chilenos que salieron con vida de las entrañas de la tierra tras un derrumbe, «los 44», como los ha bautizado Fernanda Valacco, esposa del cabo principal de operaciones del ARA San Juan, Cristian David Ibáñez, podrían estar perdidos en las profundidades del mar para siempre. «No puedo ni llevarle flores», dijo otra esposa, y lo resumió todo.