Donald Trump ha encontrado en el fiscal de la trama rusa, Robert Mueller, a un rival formidable. Un clavo en el zapato que se resiste a aflojar en sus investigaciones pese a los reiterados intentos del presidente de desacreditar su trabajo, de presentarlo como una «caza de brujas» al servicio de oscuros intereses políticos, de esgrimir que se basa en filtraciones ilegales o de amenazar veladamente con la destitución del fiscal.

Mueller se mueve rápido y no hace concesiones. Ha procesado ya a cuatro exasesores de campaña de Trump, además de 13 ciudadanos y tres compañías rusas, un abogado afincado en Londres y un californiano que participó en la campaña rusa de desinformación durante las elecciones. Y quiere más. Está dispuesto a interrogar al presidente, una posibilidad que los abogados del dirigente quieren evitar a toda costa.

La determinación de Mueller quedó patente durante una tensa reunión que mantuvo con los letrados de Trump a principios de marzo. Según publicó el Washington Post, estos le dijeron que el presidente no está obligado a hablar con los investigadores federales que tratan de esclarecer la interferencia rusa en las elecciones del 2016. La respuesta no le gustó a Mueller, que amenazó entonces con obtener una citación judicial para que Trump declare ante un jurado si se niega a sentarse voluntariamente con los fiscales.

«Esto no es un juego. Usted está torpedeando el trabajo del presidente de Estados Unidos», le respondió John Dowd, por entonces jefe de la defensa legal del magnate, un cargo del que dimitió apenas dos semanas después. Dowd fue sustituido por el exalcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, uno de los primeros compañeros de viaje de Trump en su aventura política.

Durante aquella reunión del 5 de marzo, el equipo de Mueller se avino a aportar detalles concretos sobre los temas que les gustaría abordar durante la eventual entrevista con el presidente. Detalles que más tarde quedaron encapsulados en 49 preguntas recogidas por los abogados de Trump y filtradas a The New York Times. La batería inquisitoria no deja piedra sin levantar y sirve para poner de manifiesto que Mueller no solo está explorando posibles irregularidades por obstrucción a la justicia, sino también la tesis de que la campaña de Trump podría haber cooperado con el entramado del Kremlin.

El margen para que el presidente caiga en alguna de las trampas de los fiscales es enorme porque Trump es rehén de sus palabras. Desde que llegó a la Casa Blanca, ha dicho más de 3.000 mentiras y falsedades, según el recuento del Washington Post, un historial que le have muy vulnerable al perjurio, uno de los delitos que le han servido a Mueller para lograr testimonios de culpabilidad de los cuatro asesores de Trump procesados. Todos ellos están cooperando con la investigación.