Poco antes de las vacaciones del pasado verano, Donald Trump tomó una de las decisiones más controvertidas de su presidencia, un posicionamiento que llegó precedido de un intenso ruido de sables en el seno de su Administración. Trump anunció en junio la salida de Estados Unidos del Acuerdo de Clima de París, suscrito dos años antes por 173 países para luchar contra el cambio climático mediante la reducción de las emisiones de gases contaminantes. La ruptura marcó la derrota del secretario de Estado, Rex Tillerson, y especialmente de la hija del presidente, Ivanka Trump, los dos asesores que más habían defendido la continuidad del pacto. Steve Bannon había vuelto a ganar. «Punto anotado. La puta está muerta», exclamó este refiriéndose a Ivanka, según recoge Michael Wolff en su libro Fuego y furia.

Siete meses después el que parece estar muerto, aunque no enterrado, es Bannon. La materia gris del trumpismo, el albacea de sus esencias populistas, el hombre que pretendía «deconstruir» el Gobierno federal y al mismo tiempo remodelar el Partido Republicano a imagen y semejanza del gran líder. En menos de dos semanas ha perdido a sus aliados políticos, sus patrones financieros y la plataforma mediática que le sirvió para azuzar el resentimiento de la clase trabajadora blanca contra las élites, los inmigrantes y las potencias extranjeras que hacen sombra a EEUU. Bannon ha muerto de éxito. Él mismo se ha suicidado por exceso de arrogancia y de ambición. Por falta de disciplina y por ignorar los dos principios básicos que Trump reclama a su entorno: lealtad al jefe y respeto a su familia. De ser una de las figuras más influyentes en Washington ha pasado a ser un paria.

Su caída ha sido fulgurante. Empezó en agosto, cuando fue despedido como estratega jefe de la Casa Blanca, y siguió a principios de este año, cuando Trump le acusó de «haber perdido la cabeza» tras su destitución. El detonante del divorcio fue la contribución de Bannon al explosivo libro de Wolff, donde entre otras cosas sugiere que el hijo del presidente, Don Jr., pudo haber cometido un acto de traición al reunirse durante la campaña con una abogada rusa que le prometió material incriminatorio sobre Hillary Clinton. Días después sus patrones financieros le dieron la patada y el miércoles perdió su trabajo como presidente ejecutivo de Breitbart, el pequeño portal de noticias dirigido a la derecha radical que transformó en un influyente lanzallamas capaz de hacer sombra a Fox News. «Steve dirigía el portal y controlaba su contenido como un dictador», había dicho el antiguo portavoz de Breibart, Kurt Bardella.

Su defenestración ha dejado varada la «revuelta populista» que llevaba años impulsando. Primero como guerrillero del Tea Party y, más tarde, como un intruso en la cúspide del poder. En octubre la definió como «un movimiento increíblemente poderoso» de «clase media y trabajadora» que está harta de «la casta política y las élites globalistas que quieren gobernaros desde una ciudad imperial como si fueran la nueva aristocracia». Más que una amenaza contra los demócratas, su cruzada iba dirigida contra la jerarquía conservadora. Con apoyo de varios multimillonarios como los Mercer, el barón del petróleo Harold Hamm o el inversor de Silicon Valley Peter Thiel, Bannon se había propuesto crear «un partido en la sombra» para destruir a sus enemigos.

Sus planes han quedado ahora en un limbo. Sin aliados de peso para transformar América y el Partido Republicano, Bannon es un profeta sin púlpito. Un mártir con una causa temporalmente derrotada.