Algunos de los niños emergieron de la cueva a un país ajeno. La gesta tailandesa de sacar con vida a los 12 adolescentes de la gruta inundada, el pasado 9 de julio, permitió focalizar la situación de los apátridas en Tailandia, una comunidad semiclandestina que acumula décadas peleando por sus derechos. No es menos complejo salir de ese laberinto jurídico que de las angostas galerías de Tham Luang.

Tres de los niños y el entrenador del equipo de fútbol Jabalís Salvajes no podrán asistir a ningún partido del Manchester United ni disfrutar de otras decenas de invitaciones globales porque ni siquiera pueden jugar los encuentros más allá de los límites provinciales de Chiang Rai. Los apátridas no viajan, no votan, no compran propiedades ni se casan. Su acceso a la educación superior es complicado y tienen prohibido emplearse como militares, médicos, ingenieros o arquitectos, por ejemplo.

RACISMO LATENTE / El asunto fue debatido durante años, corroboró Pavin Chachavalpongpun, profesor de estudios del sureste asiático de la Universidad de Kioto. «Pero los tailandeses son racistas y muchos creen que los apátridas son una carga. No creo que vaya a motivar grandes cambios porque la inmigración no es un tema atractivo y podría perjudicar al Gobierno», explicó.

Bangkok tiene censados a 486.000 apátridas, de los que 146.000 son menores. Algunos activistas elevan la primera cifra hasta 3,5 millones, el 4% de los 70 millones de la población total. El mosaico étnico de la región se movió durante generaciones por las porosas fronteras de Tailandia, Laos, Birmania y China. Muchos perdieron en ese trasiego su identidad, sin país que los reclame ni acepte.

Son los akha, lahu, lisu, shan, karen o hmong. Las guerras, el hambre o el anhelo de una vida mejor incentivan la inmigración. El vecino Triángulo del Oro (una región que comprende terreno de Laos, Tailandia y Birmania) tiene una merecida reputación del salvaje oeste, un cóctel de narcotraficantes, señores de la guerra, juego y prostitución.

Muchos refugiados acaban en Tailandia, el país más pudiente de la región, a través de la provincia de Chiang Rai. La calle principal de Mae Sai termina en el paso fronterizo hacia Birmania. En esta localidad rural, donde los arrozales conviven con los nuevos centros comerciales, está la cueva de Tham Luang.

La escuela Ban Wiang Phan, con un 20% de niños apátridas, ilustra la riqueza étnica de Mae Sai. Suchat, de 13 años, abandonó el pasado año a los Jabalís Salvajes porque los entrenamientos finalizaban demasiado tarde. Es uno de los muchos apátridas que cada día cruzan la frontera birmana en bicicleta.

Su padre quiso evitar que, como tantos otros niños, fuera enrolado por los rebeldes. Lo mandó a casa de su tía, cercana a la frontera, para que estudiara inglés en Tailandia y pudiera emplearse en el sector turístico. Pretende la nacionalidad para viajar e ignora el resto de privaciones de su estatus. «Quiero recorrer toda Tailandia, me gustaría ver alguna vez el mar», señaló.

El proceso para conseguir la ciudadanía exige acreditar que se ha nacido en suelo nacional, que alguno de los padres pertenece a un grupo étnico reconocido o que se ha residido en Tailandia al menos 10 años. Es un camino burocrático complejo, lastrado por la falta de personal e interés gubernamental y que solo la corrupción puede acelerar.

El comportamiento de Tailandia permite lecturas opuestas. Los apátridas carecen de derechos básicos pero, en cambio, tienen garantizadas la educación y la sanidad básica. Los niños de Ban Wiang Phan disfrutan de clases, libros de texto, comida y un uniforme por semestre.