La violencia racista ha estallado con toda su fuerza en los Estados Unidos de Donald Trump. Envalentonados por la victoria de un hombre que pasó años alimentando la conspiratoria teoría de que el primer presidente negro no había nacido en el país, que en campaña coqueteó con el apoyo de los extremistas que comulgan con su idea de nacionalismo y con un discurso que demoniza a inmigrantes y musulmanes, las nuevas generaciones del Ku Klux Klan se han quitado la capucha y los neonazis marchan exultantes y con orgullo, arropados por otros estadounidenses organizados en milicias armadas. Un movimiento que ha pasado años en los márgenes se hace central. Y se cubre con la pátina de legitimidad que le da la presencia en la Casa Blanca de representantes de la derecha radical y de un presidente que sigue resistiéndose a distanciarse de esos grupos.

Ayer, buena parte del país, incluyendo numerosos líderes republicanos, seguía reclamando del presidente una condena expresa a los grupos nacionalistas y supremacistas blancos que organizaron el fin de semana una manifestación en Charlottesville (Virginia) bajo el lema Unir la derecha. La convocatoria, en la que se vieron y escucharon eslóganes antisemitas, racistas, nazis y de la campaña de Trump, disparó las tensiones con grupos de contramanifestantes y provocó el más grave estallido de violencia racista en su presidencia. Este incluyó la muerte de una mujer de 32 años cuando un joven arrolló con su coche a varios contramanifestantes, hiriendo a 19 personas. Dos policías murieron cuando se estrelló el helicóptero desde el que vigilaban las protestas.

Criticada equidistancia / Aunque el sábado Trump realizó una declaración condenando «en los términos más contundentes esta atroz muestra de odio, intolerancia y violencia», la atribuyó en dos ocasiones a «muchos bandos». Y ni de su boca ni en Twitter se han oído condenas expresas como la que realizó su hija, Ivanka, convertida al judaísmo, casada con el Jared Kushner (judío) y madre de tres nietos judíos de Trump, que escribió en la red: «No debería haber lugar en la sociedad para el racismo, la supremacía blanca o los neonazis».

Todo lo que hubo ayer fue una declaración de un o una portavoz de la Casa Blanca que, obligando a mantener su anonimato, aseguró que la condena de Trump «por supuesto incluye supremacistas blancos, KKK, neonazis y todos los grupos extremistas». El presidente, que ha acostumbrado al país y al mundo a sus rápidos impulsos y a un lenguaje agresivo y contundente, ha quedado prácticamente mudo, incluso ante un ataque que el FBI investiga como crimen de derechos civiles y para cuya condena ayer se organizaron manifestaciones y vigilias en diversas ciudades.

Las reclamaciones a Trump no solo han llegado del campo demócrata o de grupos y activistas por los derechos civiles. Entre los republicanos, el senador Marco Rubio le escribó en Twitter que «es muy importante para la nación oír al presidente describir los hechos de Charlottesville como lo que son, un ataque terrorista de supremacistas blancos». La congresista Ileana Ros-Lehtinen usó la red social para recordar que «no hay otros bandos en el odio y la intolerancia». Y el senador Orrin Hatch reclamó «llamar al diablo por su nombre», añadiendo: «Mi hermano no dio su vida combatiendo a Hitler para que las ideas nazis se queden sin oposición aquí en casa».

La criticada tibieza de Trump vuelve a poner sobre la mesa la compleja maniobra política que ya mostró en campaña, cuando se negó a distanciarse de los grupos de supremacistas y nacionalistas blancos. Como ha constatado el Southern Poverty Law Center, una organización que estudia los grupos de odio, «la carrera electoral de Trump electrificó a la derecha radical, que vio en él un campeón de la idea de que EEUU es fundamentalmente un país de hombres blancos». Sus votos no fueron la única clave de su victoria, pero sí una de ellas. Y Trump muestra que sigue haciendo cálculos electorales.