Seúl y Pionyang rubricaron ayer los buenos propósitos de los últimos meses y se comprometieron a conseguir «una paz duradera». «Nunca más habrá guerra en la península», sentencia con solemnidad el comunicado final de la cumbre apenas unos meses después de que esa posibilidad pareciera inminente. Importa menos la escasa concreción del texto que sus buenas intenciones: la jornada vincula a los dos gobiernos y dejará retratado y sin excusas al infractor. El problema galopa hacia su solución a la velocidad de Cholima, el mitológico caballo de la cultura coreana.

Kim Jong- un y Moon Jae-in acordaron enterrar siete décadas de fricciones con el cese inmediato de hostilidades. Su intención es que este acuerdo germine a finales de año en un tratado de paz y para ello pedirán las imprescindibles firmas de Estados Unidos y China, involucrados en aquella guerra detenida en 1953 con un simple armisticio o alto el fuego. Donald Trump se entusiasmó con el comunicado desde su cuenta de Twitter dando por firmado el acuerdo: «La guerra en Corea acaba! Estados Unidos y su gran pueblo deben sentirse muy orgullosos de todo lo que está pasando en Corea». «Aplaudimos el paso histórico de los líderes coreanos y apreciamos sus decisiones políticas y coraje», dijo el Ministerio de Exteriores chino. «Esperamos que aprovechen esta oportunidad para emprender un nuevo camino de estabilidad duradera en la península», añadió.

«Los dos líderes declaran solemnemente delante de 80 millones de coreanos y de todo el mundo que no habrán más guerras en la península y que una nueva era de paz ha empezado», promete el comunicado.

El arsenal nuclear / También subrayaron su compromiso por la desnuclearización total de la península. La declaración no es nueva y tampoco llega ahora con plazos ni más concreciones pero el contexto actual la hace más verosímil. El sacrificio norcoreano de su arsenal nuclear es uno de los puntos que más escepticismo genera en los expertos. Es improbable que Pionyang entregue su único seguro de supervivencia, al menos en la forma completa y verificable que exige Estados Unidos. Existía el temor de que Pionyang exigiera contraprestaciones irreales como la salida de las casi 30.000 tropas estadounidenses de suelo surcoreano pero el documento no las incluye. El clausulado de ese asunto y otros será debatido en la prevista reunión que mantendrá Kim Jong-un con Trump en lugar por determinar.

El comunicado incluye otros acuerdos menos mediáticos pero con sobrado simbolismo como la participación conjunta en acontecimientos deportivos (ambas Coreas ya desfilaron bajo la misma bandera en los recientes Juegos Olímpicos de invierno), la reanudación de reuniones entre los familiares separados en la guerra, la conversión de la Zona Desmilitarizada en un «área de paz» o el cese de envío de propaganda y desmantelamiento de los altavoces en la frontera.

Un apretón de manos con abiertas sonrisas de casi medio minuto para empezar es una declaración de intenciones que desborda el formalismo protocolario. Confianza donde hubo recelos, alabanzas por amenazas de destrucción. Moon Jae-in y Kim Jong-in certificaron que un nuevo viento de paz recorre esa península donde un pueblo de hermanos sigue dividido por la alambrada. Los periodistas surcoreanos del centro de prensa rompieron en aplausos y lágrimas en una escena tan arrebatadoramente emocionante que casi olvidaron que el orondo dirigente es responsable de violaciones de derechos humanos de dimensiones nazis.

No debió de olvidarlo Moon, un viejo y admirable activista democrático con el suficiente pragmatismo para entender que la diplomacia consiste en arreglar problemas sentándose con gente a la que nunca invitarías a tu cumpleaños. Fue una intensa jornada en la que Moon y Kim dialogaron durante horas, pasearon sobre un puente, y abonaron un pino nacido en 1953, año del final de la guerra. Acabaron abrazados tras presentar una declaración conjunta histórica y con los puños en alto. Volverán a encontrarse en Pionyang en otoño.

«Nueva historia», «nueva era», «punto de inicio»… ambos se habían esforzado en enterrar las enquistadas fricciones que meses atrás empujaban la región al abismo termonuclear. A Kim Jong-un se le vio muy suelto teniendo en cuenta que acudía a su segunda cita internacional en seis años de reinado aislacionista. El mundo pudo observarlo sin el filtro de su prensa nacional, escuchar su voz cavernosa aclarando que había llegado para «poner fin a una historia de hostilidades» y descubrir una sorprendente vena humilde: reconoció el pobre estado de sus carreteras y desveló que la delegación norcoreana a los Juegos Olímpicos del Sur regresó impresionada con los trenes balas. Kim pareció humano y solo se permitió la excentricidad de poner a correr a sus guardaespaldas alrededor de su limusina.

El mundo discute si solo pretende ganar tiempo en un contexto económico complicado o se ha propuesto empujar a su país a la ortodoxia global. Su puesta en escena subraya su campaña de presentarse al mundo como un líder que defiende la paz y está a punto de desembarazarse de su arsenal nuclear.