Todo estaba dispuesto el domingo en la ciudad de Xiamen para que Xi Jinping inaugurase la cumbre de los BRICS. China planifica con atención entomológica cualquier evento que escenifique su pujante influencia global. Cuando las agencias sísmicas detectaron a mediodía temblores a miles de kilómetros al norte, Pekín supo que Pionyang les había arruinado la función de nuevo. El posterior discurso del presidente chino, con alusiones a “sombras” que ponían en peligro la paz mundial, acabó en los breves de los diarios.

Corea del Norte ya había boicoteado las inauguraciones en Pekín de las cumbres del APEC y de la Ruta de la Seda. Carece ya de la cortesía al viejo aliado y del esfuerzo por el disimulo. Fue otro ladrillo en el muro que separa Pekín y Pionyang, tan alto como ignorado por la opinión pública o dirigentes como Donald Trump. Pionyang es el mayor y más paradójico fracaso de la diplomacia china en tiempos de genuflexiones cotidianas. Ningún país depende tanto de China ni le ignora tan olímpicamente. Ha desatendido durante años sus súplicas de regresar a la mesa de negociaciones y de detener sus desmanes nucleares. Pekín relevó semanas atrás a Wu Damei, su encallecido negociador con Pionyang, esperando que una cara nueva aceitara las relaciones. Los últimos acontecimientos sugieren lo contrario.

RELACIONES DIFÍCILES

Nunca antes habían estado tan distanciados dos países que Mao calificó de tan cercanos como “los dientes y los labios”. China envió un millón de soldados al frente coreano en 1950 y perdió a 180.000, un hijo del Gran Timonel entre ellos. Las relaciones nunca fueron fáciles. Es sabido que Mao, a pesar de aquella metáfora bucal, despreciaba a Kim Il-sung, abuelo del actual tirano. De él dijo que empeoraba a los emperadores feudales y que se asemejaba a Hitler, según fuentes rusas. Los incidentes se sucedieron en la Revolución Cultural. Un miembro de la infausta Banda de los Cuatro tildó a Kim Il-sung de revisionista, el peor insulto que se despachaba en la época, y varios norcoreanos asesinados en China fueron enviados a Pionyang en un tren con pintadas amenazadoras.

Pero la geopolítica nunca permitió que los lazos se rompieran. Las relaciones fueron razonablemente fluidas en tiempos de Kim Jong-il, quien visitó China siete veces a pesar de su aversión a viajar. La subida al poder de su hijo y de Xi Jinping ha arruinado la sintonía. De Xi se sabe el desprecio que siente hacia el tercer eslabón de la dinastía Kim. Pekín expresó el pésame por la muerte de su padre en diciembre del 2011 y le conminó a visitar Pekín “cuando le vaya bien”. Ocurre que Xi se ha reunido con centenares de líderes desde entonces y no ha encontrado un hueco para recibirle. Ni siquiera fue invitado a Pekín en los multitudinarios actos por el 70 aniversario del fin de la segunda guerra mundial al que acudieron algunos de los peores dictadores globales.

DERIVA DELIRANTE

El respeto y la comunicación sobrevivieron incluso cuando las agendas divergieron por la deriva delirante de Pionyang y los esfuerzos de Pekín por convertirse en un actor internacional responsable. Eso se acabó. Kim Jong-un ha limpiado al séquito de prochinos heredado de su padre. Su tío, antiguo mentor y número dos del régimen, Jang Song-thaek, fue ejecutado en el 2013. Era el interlocutor con Pekín y defendía la apertura progresiva de Deng Xiaoping.

China ha aprobado las sanciones económicas de la ONU y las cumple con ahínco. Este año prohibió la importación de carbón norcoreano, que suponía el tercio de su comercio internacional. El margen de presión es escaso con un país visto más como una carga que como un aliado. Corea del Norte es ese vecino molesto al que no queda más remedio que sufrir.