La Fiscalía General de Jalisco afirma haber resuelto la desaparición de tres estudiantes de ese estado pero, en lugar de mostrar alivio, los universitarios convocan a protestas. «¿Será ésta nuestra verdad histórica?», se pregunta Darwin Franco, un académico de la Universidad de Guadalajara especializado en desaparecidos. Pero no lo hace con esperanza: en México, «verdad histórica» se ha convertido en síntesis de engaño gubernamental mediante fabricación de investigaciones.

«Mentira histórica», reviraron las madres de los 43 alumnos de Ayotzinapa desaparecidos en una operación policial el 26 de septiembre del 2014. A ellas las quisieron convencer de que sus hijos habían sido asesinados y de que, si no existían restos de cada uno de ellos identificables en laboratorio, era porque habían sido incinerados en una gigantesca pira, improvisada al aire libre pero tan eficaz que había destruido los huesos al grado de desaparecer toda huella de ADN.

Salomón Aceves Gastélum (25 años), Jesús Daniel Díaz (20) y Marco Ávalos (20), estudiantes de cine en la Universidad de Medios Audiovisuales en Guadalajara, capital del occidental estado de Jalisco, fueron vistos por última vez el 19 de marzo, y la exigencia popular de su presentación con vida resonó en todo el país.

Este lunes, la fiscalía local anunció que los habían matado y que sus cuerpos fueron desintegrados. Algunos medios de comunicación repitieron la versión de las autoridades como un hecho, pero otros se cuidaron de señalar que no hay resultados de laboratorio que confirmen la creencia de la policía: «Fiscalía infiere que estudiantes del Ceaav fueron disueltos en ácido; falta confirmar», tituló su nota el portal web de Udgtv, la televisión de la Universidad de Guadalajara.

Los tres jóvenes fueron a una casa del municipio de Tonalá, en el área metropolitana de Guadalajara, a realizar un rodaje para un trabajo cinematográfico escolar. Ahí pasaron dos días. Cuando retornaban a la capital estatal, se detuvieron en la carretera por una avería mecánica. Entonces llegaron seis hombres armados en dos camionetas que les obligaron a subir a uno de los vehículos, soltaron un disparo al aire y partieron con ellos.

Según la Fiscalía, esa casa perteneció en años anteriores al Cártel Nueva Plaza, un rival poco conocido de la organización criminal más poderosa del país, el Cártel Jalisco Nueva Generación, cuyos integrantes habrían estado vigilando a los muchachos y los habrían secuestrado por pensar que eran enemigos.

No se explica cómo, a pesar de la observación durante 48 horas, concluyeron que eran criminales y no cineastas. Tampoco dicen las autoridades cómo es que decidieron interceptarlos en una autovía, a la vista del público, en lugar de atraparlos en la casa.

Fueron llevados, siempre según la Fiscalía, a otro sitio donde los torturaron y uno murió, por lo que decidieron matar a los otros dos. Llevaron los cuerpos a una ubicación donde la policía halló ácido sulfúrico en grandes cantidades, materiales que «son frecuentemente utilizados por bandas criminales para la disolución de cadáveres», por lo que se «presume» que los sometieron al mismo procedimiento.

A pregunta de un reportero sobre si las evidencias eran suficientes para confirmar las identidades, la encargada de la investigación, Elizabeth Torres, declaró que «con los indicios localizados y encontrados con los que cuenta la Fiscalía, nos hacen inferir lógicamente eso».

Hay también dos detenidos que han «confesado» los hechos. «¿Sin pruebas realmente concluyentes es posible dar por cierto lo que anunció la Fiscalía?», continúa Darwin Franco. Quienes temen que esto sea un «pequeño Ayotzinapa» jalisciense, recuerdan que la ONU comprobó que la mayor parte de los detenidos por la desaparición de los 43 hicieron declaraciones bajo tortura, legalmente inválidas. Por eso exigen evidencias materiales, más allá de «confesiones».