Satoshi Uematsu prolonga la lista de asesinos en masa descritos en su vecindario como un chico normal y simpático. Regalaba sonrisas y saludos, han recordado en Sagamihara. En esa mansa ciudad, delimitada por bosques y el río Sagami, Satoshi perpetró la peor masacre en Japón desde la Segunda Guerra Mundial.

Sus vecinos ignoraban que la policía sí había detectado el peligro meses atrás. Satoshi defendía la eutanasia para los discapacitados y se ofreció para matar a unos cuantos cientos. Fue en un carta manuscrita entregada en febrero al servicio de seguridad del Parlamento con la instrucción de ser transmitida a los legisladores. “Mi objetivo es un mundo en el que los discapacitados más graves y con dificultades para vivir en casa o ser socialmente activos puedan ser objeto de la eutanasia con el consentimiento de sus representantes”, decía. La carta llegó a la policía y Satoshi acabó recluido en un hospital contra su voluntad. En marzo, doce días después, fue soltado con la certificación médica de que había mejorado y no era una amenaza social.

Cuatro meses después rompió con un martillo la ventana de un piso inferior del Centro del Tsukui Lili Garden, maniató a un trabajador y asesinó a los internos. La policía ha confirmado ya 19 muertos y 26 heridos, de los que 13 están en situación muy grave. Una hora y media después se entregaba en la cercana comisaría de policía con una bolsa llena de cuchillos ensangrentados y otros objetos afilados. “Lo hice yo. Es mejor que los discapacitados desaparezcan de este mundo”, confesó.

Se desconoce cuándo empezó Satoshi a incubar sus ideas contra los discapacitados. Había trabajado en el centro atacado desde el 2012 hasta que fue despedido este febrero. Las causas no están confirmadas aunque en su barrio apuntan a su tatuaje enorme en el hombro.

Entre los muertos figuran nueve mujeres y diez hombres de edades entre los 18 y los 70 años, según la agencia nacional Kyodo. Las imágenes por helicóptero mostraban a primeras horas de la mañana una hilera de ambulancias aparcadas frente a las instalaciones. Otras imágenes sugerían a trabajadores recogiendo los cadáveres y tratando a enfermos tras una lona naranja. Un doctor desveló ante las cámaras que los heridos, algunos con cortes profundos en el cuello, estaban aún tan impactados que eran incapaces de hablar. Otra fotografía muestra el volante manchado de sangre del vehículo utilizado para entregarse en la cercana comisaría de Sagamihara.

El Tsukui Lili Garden está en Sagamihara, una ciudad de 700.000 habitantes a una cincuentena de kilómetros al oeste de Tokyo. Cuenta con tres hectáreas e instalaciones como piscina, gimnasio o clínicas. Hasta ayer tenía a 149 residentes de entre 19 y 75 años. El centro cuanta con 222 trabajadores pero sólo nueve estaban presentes en el momento del ataque.

MUY POCOS HOMICIDIOS

Japón, uno de los países más seguros del mundo, se ha despertado hoy en estado de shock e intentando descifrar las causas cuando sólo se intuye la demencia. El país del Sol Naciente muestra unas tasas de homicidios ridículas, en parte gracias a una legislación de armas muy restrictiva. Otros asesinos en masa en Japón recurrieron al veneno, los camiones o los cuchillos. Armado con cuchillos de cocina sólo se puede aspirar a una carnicería si se apunta a discapacitados dormidos.

Otras matanzas habían sobresaltado a la sociedad japonesa antes. Un antiguo conserje mató a cuchilladas a ocho niños e hirió a 15 en una escuela de Ikeda (prefectura de Osaka) en 2001. En 2008, un perturbado condujo su camión por una transitada calle del distrito tokiota de Akihabara, célebre por la industria del videojuego, y después apuñaló hasta la muerte a siete viandantes e hirió a diez. Dos años después, un hombre quemó una tienda de vídeos para adultos en el ciudad de Osaka y causó 16 muertos. La peor tragedia hasta anoche era el envenenamiento masivo por gas sarín en cinco estaciones del metro de la capital en 1995. Detrás estaba la secta apocalíptica de Aum Shinrikyo, que causó doce muertos y más de 50 heridos.