En medio del fervor, también algunas dudas. «Si no lo hubieran incinerado, creo que me decidía y entraba a verlo, para comprobar que en verdad estaba muerto, pero ahora no, así no, no hay forma de saberlo y así poder aclararme en verdad qué es lo que siento porque un día lo quise y otro lo odié y hoy, así en cenizas, ya le digo, no sé», dice este hombre que, cuando se le pregunta su nombre, responde «Roberto Valencia, para servirle», y afirma que tiene 70 años mal llevados.

De entre las decenas de miles de personas que en la plaza de la Revolución pasaron horas en largas filas para entrar en el Memorial José Martí y darle el último adiós a Fidel Castro, llamó la atención el señor Valencia, este hombre tranquilo que con los brazos cruzados, parado a un lado del edificio de la Biblioteca Nacional, no pasó inadvertido. Sobre todo porque la plaza fue escenario de una despedida masiva. Solo el primer día, según las autoridades, cerca de dos millones de cubanos se presentaron a rendir tributo a Castro en alguno de los 286 puntos de homenaje instalados en todo el país.

Las procesiones comenzaron en la madrugada, cuando algunos ya empezaban a llegar a la plaza para rendir homenaje a Fidel en tres salas habilitadas por las autoridades en el Memorial José Martí. Las largas esperas y las aglomeraciones provocaron alguna que otra lipotimia, sobre todo a las personas mayores.

Mientras, se preparaba el escenario donde horas más tarde había de llevarse a cabo el funeral de Estado. Un acto donde, en contraste con el calor popular, imperaba la frialdad diplomática, pues solo enviaron primeros espadas, es decir, jefes de Estado y de Gobierno, los Ejecutivos de países sudamericanos. Y no todos. En el resto del globo, la vis autoritaria de Castro le ha convertido en un personaje incómodo al que prefieren no despedir.

TIEMPO DE REFLEXIÓN / Muchos cubanos sí despiden con cariño al mandatario pero con el vacío dejado ante su partida definitiva necesitan darse un tiempo de reflexión. Digerir la noticia de que se apagó la única voz que escucharon durante 57 años y ver qué fue de sus vidas, de sus familias divididas, de sus hijos en la diáspora, de los vecinos que miran atravesados a los que no se integran al proceso revolucionario.

Carmen, que acudió a la plaza, reconoce que «ese vacío que usted menciona debe de ser eso que siento en el estómago y que es como miedo porque, bueno o malo, con Fidel había un orden, nadie moría de hambre, los niños tenían maestros y uno se recondenaba, pero estábamos acostumbrados a él y ahora no sabemos qué va a pasar, y cuando se vaya Raúl dentro de dos años, me imagino que será peor. No se dice que más vale malo por conocido... Táchelo, se me fue la lengua».

Ella trabaja en el Centro Comercial Carlos III, que cerró después de mediodía para que los trabajadores fueran a la plaza. Los concentraron en la entrada y de ahí salieron andando en grupos. Es cerca y se puede hacer el recorrido a pie. «Yo voy porque lo siento, me creo en el deber de hacerlo, de despedirme de Fidel, a lo mejor hasta lloro, pero hay otros de mis compañeros que van para hacer el paripé, quiero decir la fachada, para no señalar ni buscarse luego problemas y por el camino se desvían y no llegan a la plaza», agregó.

La plaza de la Revolución, que tuvo por primer nombre el de plaza Cívica, data de tiempo de Fulgencio Batista y es una de las mayores del planeta con 72.000 metros cuadrados. Ahí radica el poder en Cuba. Agrupa al Comité Central del Partido, los ministerios de las Fuerzas Armadas (Defensa) y del Interior, que tiene en la fachada la más conocida imagen del Che Guevara, y los Consejos de Estado y Ministros. El Parlamento en Cuba no tiene edificio porque solo se reúne dos veces al año y Fidel no quería, pero ahora con el general presidente Raúl Castro sí tendrá una sede y será en el Capitolio Nacional, donde ya estaba antes del triunfo de la revolución en enero de 1959.

Para llegar a ella, los extranjeros no requerimos de mapas ni de preguntar, bastó con seguir las filas de carteles con las fotos de Fidel que inundaban La Habana. A los que llegaron desde el sur les fue suficiente guiarse por las interminables hileras de buses que transportaron a la gente desde distintos puntos.