Colombia volvió a mostrar al mundo el rostro de un país indescifrable en la votación que tuvo lugar ayer para refrendar el acuerdo de paz. Más allá de las fronteras marítimas o plagadas de selva o surcadas por cordilleras o indomables ríos de este país tropical en casi todos los sentidos, este Macondo de 47 millones de habitantes, se ha instalado una incredulidad de alcance planetario ante la evidencia de que sea cual sea el resultado del plebiscito no se podrá hablar de una abrumadora mayoría a favor de refrendar el pacto de La Habana. Las encuestas apuntaban a un triunfo holgado del sí, entre el 55% y el 65% de los votos, un triunfo inapelable, sin duda, pero no aplastante. Más llamativo era el porcentaje del no: en torno al 35% del voto.

¿Cómo ha llegado Colombia hasta aquí? «En primer lugar, dice la escritora Piedad Bonnett, creo que la crueldad desmedida y la violencia aterradora de las FARC durante tantos años han dejado a mucha gente prevenida ante sus buenas intenciones». El conflicto interno colombiano degeneró en una violencia inaudita con la expansión paramilitar de mediados de los 90; entonces, la guerra tocó fondo en términos de crueldad. Un día estalló en un pueblo un burro cargado con dinamita (un «burro bomba», tituló la prensa) y mató a 11 policías, y la gente, incrédula, se preguntó hacia qué derroteros estrambóticos se encaminaba el conflicto. «Ahí los dejamos para que se los coman», recuerda una vecina que dijo un guerrillero, señalando los cadáveres.

EL ERROR DEL GOBIERNO / Hay que sumar a eso que durante ocho años -los de la presidencia de Álvaro Uribe, el hombre que llevó la guerra contra las FARC a su apogeo militar-, la demonización de la guerrilla llegó a su clímax, y muchos colombianos siguen apegados a ese discurso. «Si a usted le repiten cada día durante ocho años que las FARC son lo peor que hay, el enemigo de Colombia, unos come niños, después cambiar la mentalidad de la gente es muy difícil», resume Ariel Ávila, subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación. Ávila dice que «el no tuvo tres años de campaña, y el sí, dos o tres meses», pues el Gobierno solo empezó a hacer «pedagogía por la paz» en la recta final de las negociaciones. «Y eso fue un error de Santos que permitió al no ganar mucho terreno».

Uribe, hoy senador y jefe del partido de derecha Centro Democrático, ha abanderado la campaña del no con un discurso que ha agitado el miedo de la gente a que la guerrilla llegue al poder y se instale en el país una especie de régimen castrochavista a la venezolana. «La campaña de desinformación ha sido enorme, y Uribe, que busca réditos personales, ha hecho un gigantesco daño en este sentido», dice Bonnett. La guerra sucia ha conquistado niveles de delirio. Las vallas que aparecieron en algunos lugares con una foto del líder de las FARC y la leyenda: «¿Quieres ver a Timochenko presidente? Vota sí al plebiscito» son su máxima expresión.

El sí y el no son socialmente transversales: hay partidarios y detractores del acuerdo en todas las clases sociales y en todas las regiones del país. Sin embargo, hay una tendencia que muestra una inclinación hacia el no en las ciudades; el sí vendría a ser más rural. «Claro, porque aquí los grandes enfrentamientos han tenido lugar en la Colombia profunda -dice la periodista María Jimena Duzán-. Esta guerra se ha librado fuera de las murallas urbanas, por allá, lejos, en el campo, y era una cosa que la gente de la ciudad veía por televisión». La consecuencia, dice Ávila, es que «la sociedad urbana de Colombia siente que la necesidad de la paz no es tan apremiante».

El país ha vivido insólitos días de polarización. El voto ha abierto brechas familiares y propiciado enconadas discusiones entre amigos. «La línea del no es la del conservadurismo, que es una línea que atraviesa todos los estratos -dice Bonnett-. El catolicismo ha hecho mucho daño en relación con eso. Y encima aquí hay una gran tradición de desconfianza hacia el Estado». H