La Revolución de Octubre de 1917, según el calendario juliano, vigente en la Rusia zarista, fue la revolución de noviembre para Occidente, donde ya regía el calendario gregoriano. Esa diferencia era algo más que una anécdota: subrayaba la distancia cultural entre la monarquía ensimismada de San Petersburgo y las potencias industriales, aliadas de Rusia en la primera guerra mundial. Aquellos 'Diez días que estremecieron al mundo', tal como John Reed tituló su famoso libro en 1919, aquellas jornadas de las que ahora se cumple un siglo, fueron el primer paso de un cambio telúrico en la correlación de fuerzas a escala planetaria y dieron forma a lo que decenios más tarde se caracterizó como el socialismo realmente existente, desposeído de los ideales primeros de la revolución rusa.

Los guías turísticos de San Petersburgo explican que una salva disparada por el crucero 'Aurora' fue la señal para el asalto al Palacio de Invierno y el comienzo de la revolución. Lo cierto es que todo empezó mucho antes, con los sucesos del invierno de 1905, que zarandearon la monarquía, y quizá aun antes a causa del fracaso de la emancipación de los siervos ('mujik') en 1861, impulsada por el zar Alejandro II para acabar con un régimen que ataba los campesinos a la tierra donde nacían desde la cuna a la tumba, una forma de poder feudal ejercido por la nobleza terrateniente. Porque aquella reforma fallida prolongó y agravó la quiebra social: los campesinos -el 80% de la población- siguieron siendo una multitud desposeída, analfabeta y sometida a la presión moral permanente de la iglesia ortodoxa, aliada con el poder. «Todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo», dejó dicho Lev Tólstoi con amargura.

El menos dispuesto al cambio fue el zar, de carácter débil y sometido a la triple presión de la corte, los grandes propietarios y el Ejército. Llevaba solo dos años en el trono cuando la tragedia de Jodynka, en Moscú, le hizo acreedor del apodo de Nicolás el Sanguinario -el 18 de mayo de 1896, durante una estampida en una celebración de la coronación del zar, murieron 1.389 personas y 1.300 sufrieron heridas-, una fama que acrecentaron los sucesos de 1905 en San Petersburgo, la desastrosa participación de Rusia en la guerra contra Alemania como socio de la Entente y los pogromos antisemitas. El entorno del zar proyectaba a menudo una imagen esperpéntica; la corte vivía despegada de la realidad, de las miserias cotidianas y de la sujeción de la economía a intereses foráneos: el 90% del sector minero, el 50% de la industria química, el 40% del resto de la actividad industrial y el 42% de los flujos financieros estaban en manos extranjeras, según cálculos de Isaac Deutscher incluidos en 'La revolución inconclusa' (1967).

El zar y la zarina

«El zar solo sabe lo que le cuentan sus aduladores», escribió un abogado de San Petersburgo a su hijo, estudiante de Medicina en París. Un personaje como el monje Serguei Rasputin, una mezcla de adivino, sanador y depredador sexual, asesinado por un grupo de nobles en 1916, llegó a tener una influencia decisiva en el nombramiento de altos funcionarios merced a su proximidad a la zarina Alejandra y a la dependencia de esta de las patrañas de su más apreciado consejero. «Si el demonio de la revolución tiene agarrado a alguien por el cuello, ese es el zar Nicolas II», vaticinó Friedrich Engels en 1895, poco antes de su muerte, en una carta dirigida a Gueorgui Plejánov.

El domingo 22 de enero de 1905, después de meses de huelgas, desórdenes en las fábricas y episodios de represión, 200.000 trabajadores marcharon al Palacio de Invierno, convocados por el clérigo Gueorgui Gapón. Llevaban iconos y fotos del zar, a quien reclamaban que intercediera para obtener modestas mejoras salariales y condiciones de trabajo menos calamitosas. Nicolás II no se encontraba en palacio y fue el gran duque Vladimir Aleksándrovich quien se puso el frente de las operaciones: ordenó abrir fuego a los soldados y 200 manifestantes resultaron muertos. El vínculo entre el padrecito -el zar protector- y el proletariado urbano se rompió definitivamente. A partir de entonces fue una realidad el aserto de Robert Service de que «el régimen zarista era objeto de un constante desafío». La creación de la Duma (Parlamento) en 1906 apenas serenó los ánimos; la influencia del Partido Socialdemócrata de Rusia creció sin parar.

Descomposición del poder

Puede decirse que Lenin, Zinóviev y Kaménev, y en general los bolcheviques en el exilio, contemplaron poco menos que incrédulos la descomposición del poder imperial, víctima de errores encadenados, el último de los cuales fue declarar la guerra a Alemania en agosto de 1914. A partir del invierno de 1915, el frente se convirtió en un foco de descontento permanente: una tropa mal pertrechada, a menudo hambrienta y demasiadas veces despreciada por el alto mando se convirtió en un nuevo frente de resistencia. Una vez más, la corte siguió a distancia los acontecimientos, mientras la clase media urbana empezó a ser también víctima de las privaciones provocadas por la guerra. Cuando la cuarta Duma consintió la formación de un Gobierno provisional, encabezado por el príncipe Lvov, Nicolás II no pudo más que abdicar (15 de marzo de 1917). A partir de aquel momento una inestabilidad crónica se adueñó de la política rusa y el zar y su familia vagaron por el vasto imperio hasta su asesinato en Ekaterimburgo (17 de julio de 1918).

La revolución había triunfado, pero después hubo que hacer frente a una cruenta guerra civil

La Revolución de Febrero (marzo en Occidente) fue el preámbulo de la de Octubre porque frente a las servidumbres de la alianza liberal-socialista -la primera de ellas, seguir en la guerra contra Alemania-, se alzó la organización bolchevique, su capacidad de respuesta en la calle y el aprovechamiento que hicieron del regreso de Lenin a San Petersburgo desde su exilio en Zúrich (abril de 1917) a través de Alemania -autorizado por el káiser Guillermo II-, Suecia y Finlandia, entonces territorio ruso. Mientras el compromiso de Aleksandr Kérenski, sucesor de Lvov, con las potencias occidentales le mantuvo en el frente bélico, Lenin se apeó del tren en la estación Finlandia con varias promesas en la cartera, entre ellas negociar la paz con Alemania. Al tiempo que los bolcheviques disponían de un programa para tomar el poder (las conocidas como 'Tesis de abril', obra de Lenin), la imagen de los mencheviques y del Gobierno provisional se degradaba.

La decisión de Kérenski

La historiografía marxista desecha la tesis de que la Revolución de Octubre tuvo mucho de situación fortuita propiciada por la impericia del zar y la inconsistencia del Gobierno provisional, pero hubo mucho de casual o no previsto en cuanto sucedió. No hubo imprevisión alguna, en cambio, en dos episodios que fueron determinantes para el éxito de los leninistas: los hechos de julio y la decisión de Kérenski de enviar al frente parte de la guarnición de Petrogrado, la capital, había dejado de estar santificada. En medio, el fracasado golpe del general Kornílov contra el Gobierno provisional sirvió para rehabilitar en parte al sóviet (asamblea bolchevique) de la ciudad a ojos de Kérenski porque no quiso aprovecharse de la asonada.

El levantamiento de julio contra el Gobierno provisional, orquestado por los leninistas, acabó con no menos de 400 muertos en la Nievski Prospekt de Petrogrado y con sus líderes en la clandestinidad, pero, al mismo tiempo, agravó la división en el entorno de Kérenski entre los partidarios de una reforma liberal del Estado a través de un proceso constituyente, a imagen y semejanza de las democracias occidentales, y aquellos procedentes de la tradición anarcomunista y socialdemócrata. Poco después, la movilización decidida por el primer ministro provocó la insurrección de unidades importantes del Ejército y de la Marina, y allegó a las filas revolucionarias efectivos nuevos, armados, decisivos para asestar el golpe de gracia al Gobierno provisional.

Afirma Robert Service: «El imperio ruso contaba con una sociedad descontenta y poco integrada». La integración siquiera momentánea de diferentes grupos sociales la lograron los bolcheviques mediante una mezcla de radicalización y sentido de la oportunidad, mientras el Gobierno provisional era incapaz de sintonizar con quienes «se sentían frustrados por la naturaleza del orden político» que siguió a la abdicación del zar, de acuerdo con el análisis de Service. Se hizo realidad la creencia de Trotski de que «la insurrección es un arte, y como todas las artes tiene sus leyes».

«¡Todo el poder a los Soviets!»

El testimonio de John Reed abunda en la perseverancia bolchevique para atenerse a la lógica insurreccional: «La impotencia y la indecisión de este gobierno en perpetuo reajuste proporcionaba a los bolcheviques un argumento irrefutable. No tardaron, pues, de nuevo, en hacer resonar entre las masas su grito de guerra: ¡Todo el poder a los Soviets!». Un grito de guerra acompañado de un eslogan definitivo para los desheredados de Petrogrado: 'Paz, pan y tierra'.

Al empezar noviembre, la tensión subió hora a hora. En el colegio Smolny, el sóviet de Petrogrado entendió llegado el momento de tomar el poder y cuando Lenin apareció en él, la suerte estuvo echada. Durante el día 7 se reforzó el cerco del Palacio de Invierno -Kérenski ausente de la ciudad-, donde se encontraba el Gobierno, y, entrada la noche, una señal luminosa en la fortaleza de Pedro y Pablo avisó al 'Aurora' de que disparara la salva para que se desencadenara el asalto. Los revolucionarios entraron en el edificio sin apenas resistencia, detuvieron a los ministros menos a Serguei Prokopóvich, y a las 2.10 de la madrugada anunciaron que eran dueños de la situación.

El día anterior, Lenin se adelantó a la victoria al redactar la declaración que deponía al Gobierno y anunciaba «la oferta inmediata de una paz democrática [con Alemania], la abolición de la propiedad de la tierra por los terratenientes, el control obrero de las industrias y la creación de un Gobierno de los sóviets [el Sovnarkom]». La revolución había triunfado, pero en años siguientes hubo de hacer frente a una cruenta guerra civil -el Movimiento Blanco, apoyado por las grandes potencias, frente al nuevo régimen-, a la tensión en la cima de poder que siguió a la enfermedad y prematura muerte de Lenin y a la degeneración sanguinaria del proceso en manos de Stalin. La revolución salió vencedora, «pero todos sufrieron de un modo indescriptible, sufrieron hasta ese grado en el que la angustia se transforma en una enfermedad mental», escribió Boris Pasternak.

Repercusiones

Al analizar el siglo XX, el historiador Eric Hobsbawm coincidió con otros en que los acontecimientos que siguieron al asalto al Palacio de Invierno fueron el resorte de una triple revolución política, económica y cultural de alcance universal. El orden soviético no solo arrambló con el modelo zarista, sino que articuló una izquierda inspirada en la obra de Karl Marx, no siempre dogmática y que impugnó el estatus quo. «Las repercusiones de la Revolución de Octubre fueron mucho más profundas y generales que las de la Revolución Francesa (…) La revolución de Octubre originó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha conocido la historia moderna (…) Solo 30 o 40 años después de que Lenin llegara a la estación Finlandia de Petrogrado, un tercio de la humanidad vivía bajo regímenes que derivaban directamente de los 10 días que estremecieron al mundo», resume Hobsbawm.

Al caer el telón sobre la URSS (diciembre de 1991) se dio por liquidada la herencia de Octubre, pero la coreografía política china, los rescoldos en el ocaso de la revolución cubana, la fuente inspiradora de la nueva izquierda europea, de los insumisos franceses a Podemos, y aun sectores de la socialdemocracia son tributarios de aquel episodio de aceleración de la historia. Incluso las ensoñaciones del escritor Maksim Gorki -«el hombre nace para que un día nazca un hombre mejor»- siguen formando parte del léxico de algunos ideólogos de hoy. Para Gorki y, con matices, para muchos de sus coetáneos, el socialismo fue esencialmente una idea cultural, un instrumento liberador de energías hasta ese momento reprimidas.

A un siglo de distancia de la Revolución de Octubre, quedan restos de su poliédrico legado.