De manera cíclica, van saliendo a la luz listas de personajes ricos y famosos que son muy astutos a la hora de esconder su dinero de la voracidad del fisco. La última -de momento- es la de los llamados Paradise papers (Papeles del paraíso), en los que figuran magnates tan variados como la reina Isabel II de Inglaterra, Madonna, Bono (el cantante meapilas de U2, no el político manchego), George Soros, Sheldon Adelson (con un pie en la tumba, el magnate de Las Vegas sigue hurtando su cuerpo al sistema), la reina Noor de Jordania, el político colombiano José Manuel Santos o el exalcalde de Barcelona Xavier Trias i Vidal de Llobatera. ¡Ah! Y también José María Cano, reciclado actualmente en cotizado artista -lo ampara el galerista de Schnabel y Barceló, el suizo Bruno Bishofberger, que vende sus cuadros por unas cifras que oscilan entre los 30.000 y los 80.000 euros-, aunque se le recuerda especialmente por haber formado parte del triunfal grupo de pop Mecano durante los años 80 del pasado siglo.

Dos palacios

Ya sabíamos que José María Cano (Madrid, 1959) vivía muy bien: entre sus cuadros -un retrato de Clara Campoamor cuelga en el Senado- y los royalties de Mecano se ha podido comprar la mansión londinense en la que vive habitualmente -perteneció a J. M. Barrie, el creador de Peter Pan- y un palacio en Lisboa, concretamente el de San Vicente da Fora, adyacente a un impresionante monasterio. O sea, que encontrarlo en los Papeles del paraíso no es exactamente una sorpresa, pero sí rompe el aura de discreción que el hombre llevaba manteniendo desde que abandonó Mecano (entre otros motivos, por el síndrome de Asperger que afligía a su hijo) para consagrarse a la pintura. Nunca sabremos si su intención era compaginar el arte con la música, pero el escaso éxito comercial y crítico de su disco en solitario, Josecano (2000), no debió ayudarle mucho a plantearse esa posibilidad.

Previamente, nuestro hombre se había empeñado a fondo en la composición de una ópera que le acarreó bastantes sinsabores. Animado por la versión que Montserrat Caballé había hecho de su canción Hijo de la luna, Cano se interesó por la ópera a principios de los 90 y acabó terminando una que tituló Luna. El disco, publicado en 1997, despachó la nada desdeñable cantidad de 125.000 copias, pero los esfuerzos del artista por estrenar su ópera en el Teatro Real de Madrid fueron en vano. Destrozada por la crítica, Luna fue víctima de un boicot en toda regla a cargo de una parte significativa de la comunidad operística y solo se ha representado alguna vez en forma de concierto: el señor Cano no ha vuelto a insistir en el tema, pero hay que decir a su favor que nunca se ha presentado como la víctima de un complot y que, simplemente, ha optado por cambiar de disciplina.

Conocí a José María Cano antes de la Olimpiada de Barcelona, mientras colaboraba con Montserrat Caballé en Hijo de la luna y la diva lo animaba a componer una ópera. Alguna publicación me envió a entrevistarlos, pero ahora no recuerdo cuál. La cita -en el apartamento de la Caballé junto a la estación de Sants- transcurrió de manera agradable y me descubrió a un José María Cano que, si no era un tío de lo más normal, hacía lo posible por aparentarlo. En esa época publicaba unas columnas en el suplemento dominical de El País que a mí me divertían mucho, y el tipo que tenía delante mostraba el mismo tono vital -humorístico, afable y un pelín fatalista- del narrador de esas columnas.

‘Una rosa es una rosa’

No me atreví a confesarle que nunca había podido soportar a Mecano y que jamás había llegado a entender por completo el motivo de su inmenso éxito. El grupo cuenta con una canción que me parece magnífica -Una rosa es una rosa, compuesta por José María-, pero sus principales hits (Hawai Bombay, Perdida en mi habitación, No es serio este cementerio y demás perlas de sabiduría) siempre se me antojaron unas simplezas muy deprimentes, aunque preferibles, eso sí, a toda la producción en solitario de Nacho Cano, que es de una pretenciosidad ridícula de principio a fin. Afortunadamente el hermano Cano que yo conocí no compartía con el otro su rollo zen y su misticismo de estar por casa. Él solo quería componer una ópera y no se paraba a pensar en las desgracias subsiguientes, incluido un molesto asomo de ruina.

Lástima que su nombre haya aparecido en los Paradise papers. Nunca lo hubiese esperado del tío normal y simpático que conocí en casa de la Caballé.