De no haber sido por las pintorescas veleidades de su madre, es muy posible que Françoise Bettencourt-Meyers hubiera tenido una presencia más que discreta en el papel cuché. La hija única de Liliane Bettencourt, considerada por la revista 'Forbes' la mujer más rica del mundo y fallecida el pasado 21 de septiembre a los 94 años, huye de las extravagancias. «Olvídese usted de su nombre y solo verá a una mujer de lo más normal», ha dicho de ella su amigo Olivier Pelat. Como si su carácter se hubiera forjado por oposición al de la afortunada heredera de L’Oréal.

Fue una niña híperprotegida, pegada a su madre «como el mejillón a la roca» y educada en Marymount, un centro franco-norteamericano del aburguesado barrio de Neully. Un guardaespaldas la acompañaba siempre cuando salía por París, porque Liliane Bettencourt tenía miedo de que algún día la secuestraran.

Tras un año en la facultad de Matemáticas dejó los estudios y en 1984 se casó con el nieto de un rabino, Jean-Pierre Meyers. Un matrimonio que no entraba en los planes de su madre, que nunca comulgó con el carácter reservado de su yerno e intentó sin éxito unirla a personajes de mayor relumbrón, como el sobrino nieto de Bernardette Chirac, esposa del expresidente francés.

Vínculos políticos

El nombre de los Bettencourt no está solo unido al del emporio empresarial del gigante de la cosmética, sino al mundo de la política. El padre de Françoise, André Bettencourt, que, en 1994, abandonó la vicepresidencia del grupo L’Oréal cuando fue acusado de colaboracionista, fue miembro del Gobierno francés bajo las presidencias del general De Gaulle y de Georges Pompidou.

De él heredó Françoise el talante mesurado que tanto contrastaba con el pánico al aburrimiento de su madre. Antes de morir, André aconsejó seriamente a su hija estar atenta a las maniobras de un hombre: el fotógrafo François-Marie Banier, un personaje novelesco con aires de embaucador que tenía completamente fascinada a Liliane Bettencourt.

Culebrón mediático

La entrada en escena de Banier es el germen de un culebrón político-mediático que ha entretenido a los franceses durante bastantes años. Esteta, homosexual y excesivo era al mismo tiempo un depredador y un poeta. Tenía tantos detractores como incondicionales. Para los primeros no era más que un gran manipulador. Para los segundos, entre los que se contaba Vanessa Paradis y Liliane Bettencourt, era una artista brillante, un tipo divertido. «Me ha abierto espacios de libertad y alegría», dijo una vez la todopoderosa patrona de L’Oréal cuando se le preguntó por su peculiar relación con el fotógrafo.

Regalos espléndidos

Pero detrás de la libertad y la alegría, Françoise Bettencourt- Meyers veía otras cosas. Cuadros, por ejemplo. Las obras de Picasso, Léger y Matisse que su madre regalaba al talentoso fotógrafo alegre y ¿libremente? Françoise pensaba que no e inició una batalla judicial contra Banier, a quien acusó de aprovecharse de la generosidad de una anciana.

Pidió la tutela de su madre en el año 2011 para evitar que su entorno abusara de ella y, cuatro años más tarde, el fotógrafo fue condenado a tres años de cárcel, 350.000 euros de multa y a indemnizar a Liliane con 158 millones de euros en concepto de daños e intereses. Su relación de 15 años no sobrevivió a estos episodios. Y la de Liliane con su hija parece que tampoco.

Entre ambas no hubo jamás demasiada química. Françoise estaba más interesada en la literatura que en los cosméticos y podía salir de la inauguración de una exposición de pintura con un simple cartel. Dicen que su único exceso es pagar los 105 euros que cuesta el pato laqueado del restaurante chino favorito de Jacques Chirac, el Tong Yen, cerca de los Campos Elíseos.