Era una tarde de otoño y el cielo se pintaba de rojo, rojo y oro, hacia el oeste, al otro lado del río. A veces ocurre y, entonces, con la luz peregrina del poniente, la ciudad -simplemente

«The City», como se la conoce sin más nombre ni apellido- parece una inmensa rosa encendida. Uno de esos días jubilosos y flamígeros, hacía sacar pecho, pompa y circunstancia al alcalde que era algo literato por cierto: «Hay momentos en que uno piensa que no existe en este mundo un lugar para vivir como Nueva York...». Pero otros días, los más quizá, lo que sacaba era un ácido y permanente dolor de estómago: «Hay momentos en que uno piensa que Nueva York debería hundirse en el océano para siempre». Cosas de alcaldes, ya se sabe.

ESA TARDE QUE DIGO, yo estaba matando el tiempo -curiosa y fúnebre expresión la nuestra- mientras esperaba. Nixon -Richard Mulhouse Nixon, 37º presidente de los Estados Unidos de América- iba a hablar por televisión esa noche. El año -1973- no había sido de gracia para él, precisamente. Y eso que podía presumir, y con frecuencia lo hacía, de una de las hazañas políticas más notables de toda la historia presidencial norteamericana. Derrotado por Kennedy en 1960 siendo vicepresidente, se presentó como candidato a senador dos años más tarde pero fue vapuleado primero por la prensa -especialmente la liberal- y luego por las urnas. Nixon caía mal, incluso personalmente mal, en muchos sectores. No solo por ser un conservador, que lo era a machamartillo, sino también por su aviesa y resentida personalidad. En su última conferencia de prensa después de la derrota senatorial, anunció que se retiraba de la política, pero no pudo evitar una bronca y amarga despedida. Dirigiéndose a los periodistas, dijo: «Lo siento por vosotros pero ya no tendréis al viejo Nixon para que le deis patadas en el trasero». Y se marchó y fue olvidado.

Pero seis años más tarde, en una de las épocas más virulentas, violentas, inciertas y convulsas del currículum político y social norteamericano, volvió a aparecer en escena. Tras tres asesinatos sonados

-John Kennedy, su hermano Robert y Martin Luther King- la renuncia del presidente Johnson por una guerra, la de Vietnam, que Estados Unidos ya no podía ganar, las calles convertidas en batallas campales, la juventud echada al monte y el Partido Demócrata hecho unos zorros, los republicanos echaron mano del «viejo Nixon» para ganar las elecciones de 1968. Y aunque por los pelos, las ganaron. Nixon había vuelto.

Con oriflamas y banderolas al viento, porque en 1972, cuando se presentó a la reelección, Nixon barrió al candidato demócrata por uno de los márgenes más abultados del historial electivo norteamericano. «Cuatro años más, cuatro años más»,gritaban en masa sus seguidores. Los índices de popularidad eran una riada, la economía le funcionaba, su política exterior producía golpes de efecto espectaculares como su famosa y primigenia visita a China y su entrevista con Mao Tse Tung o su casi compadreo con el soviético Breznev y hasta la sangría inagotable de Vietnam parecía ir por buen camino y produjo incluso un Premio Nobel de la Paz, no para él sino para su hombre machete, Henry Kissinger, uno de los premios que, según se vio luego, la Fundación Nobel oculta con una cierta vergüenza probablemente.

«Paz con honor», repetía Nixon cuando hablaba de Vietnam. Que, después, resultaron ser ni paz ni honor, pero eso, claro, vino luego. Lo que sí vino entonces fue la gloria prestada de la Luna, el reto que Kennedy había lanzado a su país y al mundo en 1961. «Enviar al hombre a la Luna y traerlo sano y salvo a la Tierra antes de que los años 60 terminen». Algo que fue convertido por Nixon -que odiaba y temía el recuerdo de Kennedy como el campesino al pedrisco- en un triunfo personal en 1969, erigiéndose en protagonista de la leyenda.

Es cierto: en 1972 a Nixon todo le iba color de rosa. Excepto, quizá, por un pequeño asunto de nada, una fruslería seguramente, una chapuza de cinco presuntos maleantes que forzaron y entraron en una oficina situada en uno de los edificios más exclusivos de Washington -negocio inmobiliario del Vaticano, se dijo entonces- llamado acuáticamente «Watergate». En suma: una fechoría sin importancia, algo de todos los días.

El nombre de «Watergate», elegido sofisticada y lujosamente por su relativa proximidad al río Potomac, significa, por supuesto, «la puerta del agua», y algún periodista dado al lirismo informativo pudo decir luego que el agua se había desbordado. Porque resultó que aquellos cinco pretendidos ladrones estaban conectados de una forma u otra con la propia Casa Blanca y que su objetivo era no el de robar sino el de espiar al Partido Demócrata. Y la marea fue creciendo como del cero al infinito. Y Nixon -otra vez el «viejo Nixon»- empezó a echar balones fuera, a buscar cabezas de turco, a utilizar sus trucos y mentiras de siempre, y a dejar cadáveres políticos, propios y extraños, a su alrededor. Sálvese quien pueda, o sea yo. Mientras , a todo esto, dos redactores del diario The Washington Post, llamados Woodward y Bernstein, cuyos nombres han pasado ya a la historia general de periodismo, buscaban esforzada, metódica e inmisericordemente la verdad de aquel escándalo que abrió en canal la carne estremecida del país.

En un cierto momento, Nixon, ya abrumado, acosado y embestido día a día por las revelaciones -rayos que no cesaban- sobre el enredo y la cada vez más presunta implicación del propio presidente en su encubrimiento, se dirigió por televisión a los ciudadanos de su país y les dijo: «Los norteamericanos tienen derecho a saber si su presidente es un criminal o no. Pues bien, yo no lo soy».Pero no todos le creyeron. Y otra vez, en un acto político, con tono exasperado y desafiante, cerró su discurso con un gesto que podía ser de amenaza o súplica, según se viera: «Un año de Watergate, ya es demasiado». Fue lo que en inglés se llama

wishful thinking, un pensar como querer. Porque muchos de los que le oían, y sobre todo la mayoría de la prensa, no estaban por la labor de cerrar, sobreseer u olvidar el expediente.

Y así giraba para Nixon la rueda de la fortuna -o de su infortunio, según se mire- en aquella tarde, anochecida ya, del otoño del 73 mientras yo esperaba, con el televisor encendido, mirando sin mirar los autobuses urbanos, con sus carcasas de canutillo plateado, entre un mar de gentes, Segunda Avenida arriba y abajo, y algo más lejos el ladrillo cristalino del edificio de Naciones Unidas, como un panal cuyas rectilíneas celdillas se iluminaban poco a poco. Nixon iba a hablar otra vez, por no se sabía ya cuántas veces, esta noche. ¿Qué nos diría? Nixon utilizaba la televisión como una pañoleta de papel de usar y tirar: sin gracia ni carisma ni estilo. Esbozando una solemnidad de sochantre catedralicio o una sonrisa falsa y forzada que siempre me recordó el cartel electoral que le hizo Kennedy, y que aún conservo como una joya del ingenio político, donde se veía a Nixon con su típico gesto ambiguo, entre riente y trilero, de vendedor ambulante y una leyenda que solo preguntaba: «¿Le compraría usted a este hombre un coche de segunda mano?». La respuesta se dejaba en el aire.

Y bien: a la hora fijada y tras la fanfarria presidencial obligada, allí, en el televisor apareció Nixon, que habló durante más de 20 minutos sobre lo que aquellos días estaba pasando. La guerra llamada de Yom Kippur, una más entre árabes e israelís, pero en la que, para variar, los primeros habían cogido por sorpresa a los segundos y la cosa estaba todavía por el filo de una sangrienta e incógnita navaja. Nixon, que se había puesto ese día el traje de diplomático -la política exterior era su especialidad y, a veces, su coartada-, dijo todo lo que pensaba hacer para conseguir una paz entre los sempiternos enemigos del desierto. Porque la paz pasaba por él. Era su momento de salir del hoyo del escándalo donde andaba enterrado, de zafarse del ahogo de las arenas movedizas que le asfixiaban. Y lo aprovechó lo mejor que pudo, hasta las heces. Pero, y del Watergate, ¿qué? Del Watergate casi nada. Aquella noche, Nixon se había calado el sombrero de plumas de un estadista y vaporizó el tema con solo seis palabras: «El asunto del Watergate ha terminado». Sin más.

Cuando el Presidente desapareció de la pantalla, allí salió, según costumbre y tradición televisivas, el presentador del telediario principal de la cadena -que en este caso era la NBC-, quien, con una profesionalidad exquisita, resumió en su esencia todo lo que el presidente había dicho, incluida su frase sobre el dictaminado final del Watergate. Luego miró fijamente a la cámara -se llamaba John Chancelor-, hizo una pausa y añadió: «En lo que respecta a este periodista, el Watergate no ha terminado». Yo aplaudí como siempre hago cuando veo u oigo en televisión algo que me devuelve la fe en que el medio al que he dedicado tantos años de mi vida sirve aún para iluminar y no, oscuramente, adormecer. Y sería por eso que aquella noche y en honor de aquel presentador yo recité en silencio la despedida más famosa de todo el vocabulario nunca mejor televisado: «Good night and good luck»: buenas noches y buena suerte.

Y, por supuesto, el ‘caso Watergate’ no había terminado. Durante los ocho meses siguientes, lo que alguien llamó «un cáncer en la Presidencia», creció con rapidez geométrica hasta que el lunes 5 de agosto de 1974 fue diagnosticado como terminal. Ese día, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos sentenció, por unanimidad, que Nixon debería entregar una cinta magnetofónica, de las muchas que había grabado en su propio Despacho Oval, que estaba considerada como prueba de su presunto delito de obstrucción a la justicia -«la pistola humeante», la llamaban- y que el Congreso le exigía. Y Nixon, haciendo bueno, a la fuerza ahorcan, el principio democrático de la independencia de los poderes judicial y legislativo frente al ejecutivo -y que tanto quisiéramos siempre para nosotros-, no tuvo otro remedio que entregar la cinta. Desde ese momento fue hombre muerto y cuatro días más tarde, para no ser juzgado por violentar la Constitución, un crimen de lesa democracia, y no ir a la cárcel quizá, dimitió con un discurso lloroso y autocompasivo. Era la primera vez que un presidente abdicaba -por utilizar una palabra de moda- y algunos al verle y oírle sintieron una sombra de pena por él y de alguna manera por ellos mismos.

Su sucesor, Gerald Ford, prestó juramento poco después de que Nixon, en helicóptero y haciendo con los brazos un patético signo de victoria, abandonara la Casa Blanca y los marines enrollaran la alfombra roja ceremonial que habían puesto como último honor protocolario al presidente dimitido. En su primer discurso ante el Congreso, Ford dijo lo que muchos norteamericanos querían oír:«Este es un Gobierno de leyes y no de hombres». Pero pocas semanas después indultó preventivamente a Nixon -«perdón», fue la palabra que se utilizó- de todos los delitos que pudiera haber cometido durante su presidencia. Eso, a Ford, no se lo perdonaron nunca. Dos años después perdió las elecciones. Nixon ya estaba a salvo dejando una herencia que aún perdura: ninguno de los siete presidentes que llegaron a la Casa Blanca tras él, incluido el actual Obama, tuvo la confianza mítica, casi reverencial, del pasado. El poder sí, pero la gloria no. Dudar de sus presidentes es un hábito congénito que los norteamericanos adquirieron hace cuatro décadas ya.

Yo pude ver de cerca a Nixon varias veces en la Casa Blanca y estuve, incluso, en el Despacho Oval en distintas ocasiones. Pero años después volví a encontrarme con él, esta vez en una conversación a solas. Seguía aferrado a lo que él llamaba su verdad: los logros de su presidencia -que los tuvo y grandes-, la conjura de sus enemigos para derribarle, la hostilidad de cierta prensa, sus posibles errores -que fueron inconmensurables- y, al fin, su dimisión «por el bien de mi país». Pero eso ya no importa tanto ni es lo que más recuerdo de aquel momento casi íntimo, sino la visión de un hombre derrotado por sí mismo y por la vida. Un personaje que, no me cuesta decirlo, movía a la compasión y al respeto, no políticos pero sí humanos.