El Sábado Santo del año 1990 un grupo de senderistas acampamos en el rellano del cortijo del Molejón, a los pies de la Sierra Gallinera, que en esta su cara norte presentaba un aspecto quebrado y áspero, con paredes de roca caliza casi completamente verticales. A la luz de la candela contábamos historias de la sierra que nos disponíamos a explorar al día siguiente. Viejas leyendas de moros que hablan de una gallina de oro, enterrada con sus huevos dorados y relucientes muchas veces buscados y jamás encontrados; y la de aquel joven aficionado a la espeleología que acabó despeñándose en su intento de explorar una de las muchas cuevas que alberga esta sierra de alto interés ambiental e impronta paisajística. Las voces, aunque susurrantes, provocaban un inquietante eco en el sobrecogedor escenario que formaba la desafiante silueta de la Sierra Gallinera, recortándose en el oscuro cielo e iluminada por una espléndida luna llena; y hacía que un escalofrío recorriera nuestras espaldas. «Monte de los mitos, de la Gallinera enhiesta, que con su mole solitaria y su verde y profundo de intrincados arbustos, guarda bajo sus paredes vegetales y pétreas, un mundo de leyendas, que crea siempre la majestad del lugar y lo desconocido de sus recintos subterráneos», en palabras de Juan Bernier.

A la mañana siguiente iniciamos la ascensión desde la misma ermita de Los Villares, siguiendo la cuerda -justo por el límite entre los términos municipales de Priego de Córdoba y Carcabuey-, y recorrimos las tres prominencias, unidas por collados no muy pronunciados, que conforman esta alineación montañosa.

Fue mi primera excursión por la Sierra Gallinera, hace ya casi 27 años. Avanzábamos a duras penas entre aulagas, matagallos y tomillos, que se alternaban con empinados pedregales y abundantes canchales. En los escarpes rocosos, los pies de la hiedra se aferraban originando extrañas formas a modo de macetones. Enebros, cornicabras y sabinas recostados sobre el suelo por el empuje de los vientos daban paso, en la cumbre, a ese matorral espinoso y almohadillado típico de la alta montaña mediterránea, formado por especies tan interesantes como el piorno fino (Echinospartum boissieri), el piorno azul o asiento de pastor (Erinacea anthylis) y el pendejo (Bupleurum spinosum). Aunque donde se encontraban auténticas joyas botánicas era en los desplomes y tajos calcáreos, refugio de una flora fisurícola rara y escasa. Aquí crece Centaurea clementei, destacado endemismo del sur de España y noroeste de África, exclusivo de la Campiña Alta, Subbética y Grazalema, en Andalucía Occidental, que muestra llamativas y voluptuosas hojas de un blanco lanoso. Otra especie curiosa es Silene andryafolia, atractiva y robusta colleja también exclusiva de las montañas calcáreas del sur de España y noroeste de África, que crece en roquedos y tajos situados preferentemente en umbrías y por encima de los 1.000 metros de altitud. Aunque sin lugar a dudas la especie más interesante es Hypochaeris rutea, uno de los tres endemismos locales del subbético cordobés, o sea, en todo el mundo no se encuentra nada más que aquí y otros picos y sierras cercanas, como Horconera y Albayate.

En el vértice geodésico, a 1.097 metros de altitud, aprovechamos el descanso para disfrutar de unas estupendas vistas de la vertiente norte de las Sierras de Horconera y Rute, que se alzaban casi a nuestra misma altura, y de las que nos separaba el profundo valle de Vichira, pleno de olivos, y surcado por la carretera de Carcabuey a Rute. A nuestros pies, y al norte, quedaba la superficie aplanada de El Molejón, donde acampamos la noche anterior, y más allá se divisaba la ermita de Cabra y gran parte de este macizo. Desde la cumbre se puede apreciar el diferente aspecto que muestran las dos laderas de la sierra.