La moción de censura es una moneda de dos caras en la que se examina tanto el Gobierno como el candidato alternativo. La que se debatirá mañana en el Congreso será fallida y el suspenso, doble, puesto que evidenciará un rechazo profundo a Mariano Rajoy y a Pablo Iglesias. PP y Ciudadanos votarán en contra; PSOE, PNV y PDECat se abstendrán; Unidos Podemos sumará a ERC y Bildu. El arco parlamentario salvará con votos al presidente, pero el debate reflejará, también, que existe una mayoría alternativa entre la abstención y los síes que no cristaliza por la desconfianza que transmite Iglesias, dirigente carismático para la política de impugnación pero alejado del halo de presidenciable.

Los partidos que podrían inclinar la balanza, con el PSOE a la cabeza, repartirán varapalos por igual. A Rajoy, por la corrupción y los recortes sociales. Al jefe podemista, por usar la moción contra los socialistas y porque no confían ni en él ni en su proyecto político.

Iglesias trata de provocar una sacudida en el estado de opinión que derribe la clave de bóveda que sostiene al PP en el poder: su fascinante resiliencia electoral a los escándalos de corrupción. El jefe morado sabe que perderá en el hemiciclo, pero intenta ganar una interpelación contrahegemónica a la sociedad, basada en la idea de que la corrupción ha sido vivida como un dolor privado por los ciudadanos y que esa demanda subjetiva podía colectivizarse.

Podemos existe porque consiguió nombrar los silenciosos sufrimientos individuales, como los desahucios o los recortes, en reivindicaciones generalizadas. No parece que haya logrado el mismo estado de ánimo con la corrupción, pero Iglesias luchará por tres grandes objetivos.

Acelerar la erosión de un PP debilitado por el caso Lezo, virar su imagen de agitador hacia un carácter presidenciable y erigirse en líder de la oposición, tarea harto más difícil, admiten los podemistas, «con el regreso de un [Pedro] Sánchez hecho leyenda». En el intento de neutralizarle, Iglesias le lanza un órdago: su giro a la izquierda solo será creíble si pacta con Podemos una nueva moción de censura. Si no da el paso, le acusarán de hipócrita. Si acepta, reconocen, pueden quedar reducidos a ser subalternos del PSOE.

Iglesias ha preparado un discurso en el que quiere mezclar rigor para exponer su programa y épica que alimente a sus bases. Criticará al PP como partido indigno, planteará propuestas para frenar la corrupción, medidas contra los recortes sociales y hablará de Cataluña. Se suele sentir inseguro en ese terreno y es de esperar que el líder de En Comú Podem, Xavier Domènech, aborde también la cuestión.

Ni Gobierno ni PP han revelado qué dirigentes replicarán, pero recuerdan que, según el reglamento, presidente, vicepresidenta y ministros pueden intervenir cuando quieran y por el tiempo que deseen. El único dirigente confirmado es el portavoz, Rafael Hernando.

MIEDO A LA VICEPRESIDENTA / Los podemistas esperan su tono bronco, pero a quien temen es a la vicepresidenta. Soraya Sáenz de Santamaría clava un colmillo retorcido donde más les duele, todavía: en la herida interna que dejó Vistalegre 2. Desde entonces, el pablismo vive entre el deleite de disponer de poder absoluto y el desasosiego al ver cómo caen en las encuestas. El errejonismo sobrevive en una existencia paralela, y la vida interna de Podemos es como la de esos viejos matrimonios que ni se hablan, ni se divorcian.

El jaque de Iglesias a Rajoy no preocupa demasiado en la Moncloa, donde se subraya que el que «se examina es Pablo Iglesias», y en un mal momento: solo diez días después de que el PP haya conseguido aprobar los Presupuestos Generales del 2017. «Iglesias no lidera nada, casi ni su partido, y su gesto va a demostrar que en el Congreso hay muchas mayorías posibles, pero solo un Gobierno, el de Rajoy», dicen fuentes del Ejecutivo.

Si el líder podemista quiere señalar públicamente las «vergüenzas del PP», los conservadores, por boca de Hernando, responden que la moción «es un fraude antidemocrático».