La jueza de la Audiencia Nacional Carmen Lamela puso el colofón a una jornada marcada por el intercambio epistolar de Puigdemont y Rajoy mandando de un plumazo a la cárcel a los líderes de las plataformas indenpendentistas Asamblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural. Se trata de Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, para algunos, referentes de la sociedad civil que clama por la independencia -anoche ya se les calificaba de «presos políticos» en algunos círculos secesionistas- y para otros, cabecillas de un movimiento subpolítico con mucho más peso del que cabría suponerles. Dos adalides de un lobi sin el que nada se mueve en el separatismo catalán.

Jordi Sànchez y Jordi Cuixart han pasado la noche en Soto del Real acusados de sedición y conforme a lo solicitado por el teniente fiscal de la Audiencia, Miguel Ángel Carballo. En su auto, la magistrada explica que la causa por sedición se reduce a lo denunciado en su día por la fiscalía, es decir, las protestas que se celebraron en Barcelona los días 20 y 21, promovidas por los presidentes de la ANC y Òmnium Cultural. En aquellos días, agentes de la Guardia Civil se vieron cercados y acosados en distintos puntos de la capital catalana, donde realizaban registros y detenciones ordenados por un juez. Especialmente delicada fue la situación divida en la sede de la consejería catalana de Economía, donde fueron cercados. De hecho, ayer a Madrid acudieron como testigos dos guardias civiles y una secretaria judicial, tres de las personas que fueron acosadas durante esas concentraciones.

En cambio, el mayor de los Mossos, Josep Lluis Trapero, y una intendente de este mismo cuerpo policial, Teresa Laplana, también imputados por el mismo delito, esquivaron la cárcel pese a la petición del fiscal y vieron cómo la jueza solo les retiraba el pasaporte.

A Carles Puigdemont la noticia le cogió encerrado en su tierra prometida, donde mantiene a los catalanes reunidos y expectantes, por no decir retenidos -que es una palabra más gruesa- e impacientes por que alguien les diga las cosas claras. No sermones repetitivos. Desde allí hizo salir ayer a primera hora su respuesta al requerimiento del Gobierno sobre si había proclamado ya una república en Cataluña. Era mucho esperar un sí o un no, como se le pedía. En su papel de profeta local, el president hizo una nueva pirueta, estrujó un poco más la ambigüedad de la que hace gala y envió a Mariano Rajoy la carta del todo lo contrario en la que solo faltaba una posdata que rezara: aplique usted el 155 cuando le venga en gana.

El jefe del Ejecutivo central no tardó en reaccionar. También por escrito, le hizo saber a Puigdemont que lamentaba que no hubiera respondido al requerimiento, que todavía estaba a tiempo y le instaba a volver a la legalidad constitucional y la lealtad institucional antes del jueves a las diez de la mañana. De lo contrario, será «el único responsable» de la «aplicación de la Constitución». Blanco y en botella... Parece evidente que el hasta ahora desconocido artículo 155 lleva camino de desbancar del podio de la popularidad al 135, aquel que modificaron PSOE y PP con veraneo y alevosía para contentar a Angela Merkel en el 2011, en plena crisis (el pago de la deuda pública antes que cualquier otro gasto).

El presidente catalán apenas aportó nada nuevo en el par de folios de su misiva, quizá el plazo de dos meses en el que va mantener suspendido «el mandato político surgido de las urnas el pasado 1 de octubre» en busca de lo que llama «diálogo». Incluso habla de «una reunión» cara a cara con Rajoy, aunque le sigue dando mucho valor a la presencia de mediadores externos.

La apelación al «mandato» del pueblo catalán es lo máximo que el president se acerca en su carta al sí, he proclamado la república catalana o al no, todavía no. Algo más de una hora después, el Gobierno, a través del ministro Rafael Catalá, notario mayor del reino, daba por «no válida» la respuesta. Luego Rajoy recordaría a Puigdemont que aún le queda el comodín del jueves. Si vuelve a fallar, el juego habrá acabado. Por oportunidades no habrá sido.

También a media mañana, el consejero catalán de Interior, Joaquim Forn, sostenía que en caso de no haber diálogo se proclamará la república; mientras Marta Rovira, figura destacada de ERC, añadía que ante el «riesgo» de que no hubiera quedado «claro» el mensaje de Puigdemont el martes pasado en la Cámara catalana, el Parlament tendría que votar para «declarar la independencia». En principio, según Rovira, no debería ser necesario, pero se haría para «resolver dudas».

Acto de fe

Es lo que tienen las revoluciones desde arriba, que corren el riesgo de caer en la vía mesiánica, donde el líder habla y los súbditos escuchan. En medio, intermediarios a modo de apóstoles proporcionan las traducciones e interpretaciones necesarias por si alguien no ha entendido bien el mensaje. Vamos, lo normal cuando se trata de tener a millones de personas pendientes de pasar a integrar o no un Estado distinto.

A sus seguidores, especialmente a los acérrimos, Puigdemont ya tiene pocas novedades que ofrecerles. De hay que eche mano una y otra vez de la tradicional letanía del victimismo, esta vez amparado en la «represión» -otra palabra gruesa y de arriesgado uso- que sufre Cataluña, según su versión. El dirigente parece disfrutar con ese malabarismo que se trae con el procés y el retrocés, pero es probable que hasta sus incondicionales necesiten de algo más que estar sujetos a una cuestión de fe, a un catecismo cargado de palabras de impacto que van perdiendo su peso por el camino, como «democracia», «sinceridad» o «soluciones a altura de las circunstancias». Y nada más. A los no independentistas, tampoco tiene mucho que aportar una vez que sus mensajes van cargados de circunloquios en los que no aclara qué es en concreto lo que quiere dialogar con Madrid. ¿Una desconexión pactada? ¿Una república? ¿Un Estado asociado? ¿Un cupo como el vasco?

Demasiadas dudas, pocas certezas (aunque una de ellas tan incontestable como que el separatismo ya ha pisado la cárcel) y, de momento, ningún milagro.