La Diada llega precedida de una irreversible fractura política, descarnadamente plasmada en el Parlamento catalán la pasada semana, y antecederá a 20 días en los que el Govern y las huestes secesionistas aspiran a elevar la tensión en la calle en pos de la supervivencia del prohibido órdago unilateral del 1-O.

El 11-S marca el inicio de esa estrategia de movilización permanente del independentismo que, en palabras del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, «desborde democráticamente» al Gobierno de Mariano Rajoy, a la Fiscalía y al Tribunal Constitucional (TC). Tras la aprobación de las leyes de ruptura y su cantada suspensión inmediata, el Ejecutivo catalán empieza a descargar la responsabilidad del desenlace del primer lustro del proceso soberanista en una agitación ciudadana que contribuya a socializar la desobediencia. La meta consiste en sacar urnas a la calle como sea dentro de tres semanas y llenarlas de papeletas del sí.

La orden la dio ayer Puigdemont con un llamamiento a la desobediencia. En el mensaje institucional de la Diada, el president advirtió de que desacatará cualquier inhabilitación que no provenga del Parlament. Y en una entrevista, emplazó a los catalanes a atender solamente a «la nueva legalidad catalana». Y aunque reafirmó que el Govern lo tiene todo listo para el 1-O, apostilló: «La garantía del referéndum es la gente». Hablando en plata, si el 1-O no rompe el techo del 9-N (2.344.828 votantes), el pulso secesionista habrá fracasado y el procés deberá reformularse.

Por eso, esta Diada será un termómetro elocuente. Entre el 2012 y el 2016, la musculatura independentista ha exhibido síntomas de flaqueza. Los organizadores han recuperado el formato de gran manifestación en el corazón de Barcelona, pero de nuevo sin el mínimo cariz inclusivo para atraer a Catalunya en Comú, que medita su participación en el 1-O mientras sus ayuntamientos, con el de Barcelona a la cabeza, se preparan para negar la logística a la Generalitat.