Han pasado muchos años, pero nunca me podré olvidar de Alias virus -nombre puesto por él mismo-, un chaval de catorce años que de rebote de muchos cursos como repetidor, llegó a mi aula un día. Simulando un saludo militar, exclamó, con una sonrisa entre dulce y pícara, el primer día de clase: «Se presenta Ernesto Che Guevara». Un poco desconcertada, le contesté: «Sea bienvenido a esta su clase, don Miguel». Bajando el tono se expresó en estos términos: «la escuela no mola, seño. Todo el día sentado y sin poder hablar, ¿usted se cree? Mi viejo, que soy un hombre y tengo que estudiar; el dire, que un día me echa, los maestros que al pasillo... No mola, seño; la tienen tomado conmigo porque mi padre es del partido». Lo senté en mi mesa y dándole libreta y bolígrafo le dije: «¡anda, escribe lo que quieras!». «¿Lo que quiera?, ¿y no me llevará al dire?». «No, tranquilo» -le insistí- «escribe lo que quieras que no lo va a leer nadie nada más que yo». Con letra garrapatosa, escribió una sarta de picardías en las que incluía a padres, colegio, compañeros, etc. Comprendí al leerlo que se desahogaba a gusto de lo que pensaba y deseaba decir a todas y cada uno. «No está mal -le dije- pero puedes y debes mejorar la letra». «¿Le escribo una historia?». «¡Claro, escribe lo que quieras!». «¿Y no me va a llevar al dire?» «¡Qué no hombre!». Y no fue una historia, sino el triste relato de su vida, salpicada de robos, mentiras, droga... Era la primera vez que me encontraba en una situación como aquella. Decididamente, era yo la que tenía que ir a él y desde lo que parecían ser sus intereses, caminar juntos. Próximas las vacaciones, me ausenté unos días de clase por enfermedad y cuando volví ya no estaba: lo habían echado. No obstante, una tarde, derrotado, entró en el aula: «Qué mala pata -exclamó- ¡Ahora que me empezaba a gustar la escuela».