Pienso mucho en estos días cómo se nos llena la boca con la palabra educación. La repetimos los maestros, los padres y madres, y la gente en general: ¡qué poca educación tienen los niños hoy!, decimos. Se trata de una frase que repetimos a cada paso ante el comportamiento de los niños y jóvenes, pero claro, es lo que yo me digo: ¿cuándo y dónde educamos de verdad? No basta la palabra educación como si se tratara de un milagroso mantra. No, educar es mucho más que un deseo. Educar es, en definitiva, enseñar lo que corresponde, tanto en derechos como en obligaciones, por el mero hecho de vivir en convivencia. La función de educar para muchos padres es casi una obligación ineludible de la escuela, de forma que en ella delegan responsabilidades. Y estamos equivocados, no es así: educar no es sinónimo de instruir, función prioritaria de la escuela.

Somos los padres, en definitiva, los mayores, los que tenemos que empezar por saber lo que es una persona educada, es decir, aquella persona que sabe en cada momento cómo actuar, cómo tratar, cómo saber estar siempre y en todo momento. Auténtico placer me provoca el detectar educación en una persona mayor, y máxime en un niño, como me sucedió hace unos días en un gran bloque por donde andaba perdida en un laberinto de escaleras y puertas, y un pequeño de tan solo nueve años se ofreció a ser mi guía, puesto que vivía en uno de aquellos cientos de pisos. Por el contrario, la falta de educación me provoca rechazo, vergüenza ajena, ganas de salir corriendo, etc. Y no se trata de hacer de los niños y niñas unos modelos que actúen de forma presionada, sino que adopten ciertas conductas de una manera natural, sin perder la espontaneidad propia de la edad que tienen. Empecemos, pues, por ser educados los mayores, que mucho nos queda.