Nos aproximamos al final de curso y en profesores y alumnos la palabra evaluación se erige en trabajo para los unos y preocupación e interrogante para los otros. Conviene recordar que el objetivo principal de la evaluación es el de describir e interpretar, no medir ni clasificar. Por otra parte, hay que fijar más la atención en el esfuerzo, en la calidad de las actividades llevadas a cabo, que en la cantidad de resultados obtenidos. Si bien el tema es muy extenso, me limitaré a un solo aspecto de la evaluación que, a pesar de su capital importancia, poco o nada es tenido en cuenta por maestros y padres. Me refiero a que los seres humanos no somos sumandos, luego nadie debería colocarnos el signo del igual, cosa que ocurre cuando, sin ningún tipo de escrúpulo, evaluamos matemáticamente, comparamos y hasta anatematizamos, sin valorar para nada esfuerzo, capacidad o actitud de cada alumno. De esta manera, la evaluación, algo tan complejo, de tanta responsabilidad, queda reducida a comprobar, medir, contar en cuantas áreas se apunta al prestigioso sobresaliente o al desgraciado suspenso. Cuando a un alumno se le coloca el progresa adecuadamente , habría que entender que, de acuerdo con sus conocimientos previos, con su capacidad y esfuerzo, va superando los objetivos que deberían ser metas al alcance de todos los alumnos, fueran cuales. Por favor, que maestros y padres valoren el esfuerzo, y dejen de comparar. Pero, sobre todo, que se atienda a la diversidad y se les dé oportunidad a todos y cada uno de alcanzar su cima. Un pequeño de siete años, lloraba y repetía: "No quiero ir al colegio; a todo me ponen mal". ¡Cuánta indignación y pena sentí! ¿Qué clase de maestros somos si cometemos tales atropellos? El fracaso empieza cuando, con la vista puesta en el otro, uno se mide y compara. De ahí que un alumno que no ve jamás recompensado su esfuerzo, será un eterno fracasado.