Hace unos días me comentaba un compañero: cuando yo era chaval, si me descuidaba en la escuela, el maestro me pegaba, y ahora, si me descuido, son los alumnos los que me pegan a mí. Estas palabras, acerca de lo que pasaba antes y de lo que pasa ahora son clarísimo exponente de un cambio generacional en el que a padres y maestros se nos ha ido de las manos los papeles, al no haber sido capaces de mantener en su justo término el equilibrio de una balanza, cuyo fiez se hizo añicos, cuando mal entendimos palabras como libertad, comprensión, respeto...Hoy los padres han afinado tanto el oído que hasta han aprendido a protestar, denunciar cualquier ñoñez. Dadas estas circunstancias, y salvando las excepciones, que también las hay, la mayoría de los alumnos, rodeados por el hedonismo reinante, y amparados en derechos y libertades, acuden a las aulas por pura obligación, y lo hacen sin espíritu de superación, sin ánimo de trabajar, sin interés por aprender. Es por eso que, desde mi punto de vista y dadas las actuales circunstancias, imposibles de analizar en tan corto espacio, pero que vistas y vividas desde el día a día en las aulas, resultan un mal insoportable para los alumnos y auténtica tortura, a veces, para maestros y es por eso, digo, que habría que pensar, ya, en un profundo y revolucionario debate para cuestionarnos si, a partir de una determinada edad, ¿no sería más conveniente la supresión diaria y obligatoria de asistencia a las aulas?. Hoy en día las nuevas tecnologías nos ponen al servicio de la educación, nuevas herramientas para constatar, preguntar, etc. Si bien haya días y horas presenciales, bibliotecas, centros de recursos a los que libremente tengan acceso los alumnos, atendidos siempre por el profesorado. Los cambios del sistema no son suficientes. Hay que, con valentía, afrontar profundos cambios.