A principios de los años 80 del siglo pasado, cuando empezaba mi trabajo en la escuela, el maestro extremeño Gonzalo Roffignac escribía estos pesimistas versos: "Hoy me vienen los niños al colegio/ Qué les digo que aprendan/ si cada día/ saben menos los hombres allá afuera". Han pasado treinta y tres años y me dispongo a plantear una pregunta semejante, concebida como una suerte de disparo a las conciencias de las familias, del profesorado y de los políticos: ¿Qué clase de educación hay que ofrecer a nuestros alumnos/as para que no naufraguen en estos tiempos tan difíciles? Bajo mi punto de vista, el modelo educativo que responda a este interrogante debería contemplar tres facetas humanas en continua interacción: el desarrollo de la personalidad, la toma de conciencia de la realidad y la preparación para la vida social, en un contexto de crisis socio-ecológica global.

Hoy en día educar significa, a nivel personal, dotar a los individuos de los conocimientos y las herramientas necesarias para potenciar el desarrollo de la afectividad, las habilidades cognitivas, la imaginación, la creatividad, las capacidades de expresión y comunicación (incluyendo las correspondientes al espacio digital), la autonomía personal y el ejercicio responsable de la libertad. Sin embargo, para garantizar la adquisición de conocimientos fiables sobre el mundo y sobre nosotros/as y ante la variada herencia recibida en forma de rico legado cultural, con aportaciones científicas, tecnológicas y artísticas, pero también con creencias y tabúes religiosos, que pueden ser un lastre para el progreso social, necesitamos un "software" intelectual y emocional complementario. Por ello, la educación debe propiciar el nacimiento y desarrollo de lo que denominamos "espíritu crítico", que no es otra cosa que cierta dosis de escepticismo, entendido como vacuna para nuestras mentes, ante la virulencia de las falsas creencias, los viejos y los nuevos demonios y el relativismo moral. Sin olvidar el desarrollo de otras tres cualidades individuales esenciales: la coherencia personal, para mantener criterios propios, la motivación, la ilusión y las aptitudes para seguir aprendiendo a lo largo de la vida y, en muchas ocasiones, el talento para "desaprender", es decir, para cambiar nuestros puntos de vista, de forma reflexiva, ante el flujo de los acontecimientos y las razones de los demás.

En este contexto individual, la educación debe tener otros dos objetivos adicionales vinculados a la justicia social y a la igualdad. El primero se refiere a la prevención y a la atención de las desigualdades físicas, síquicas, socio-económicas o de cualquier otra índole, que permitan la integración en la sociedad de todas las personas, como miembros activos, de pleno derecho, a pesar de sus limitaciones.

El segundo se vuelca en la formación y el reciclaje en el mundo laboral, dos retos educativos de primer orden, cuando el trabajo se ha convertido en un bien escaso y transitorio. Esta formación debe pertrechar a los ciudadanos/as de las destrezas para desarrollar una ocupación a la medida de sus capacidades y de los instrumentos de reflexión que le permitan cuestionar el modelo socio-económico que nos ha conducido a esta situación, y reclamar, en su caso, a título individual y colectivo, el empleo digno con el que satisfacer unas necesidades sensatas.

Para traspasar las fronteras individuales de la educación tenemos que romper las burbujas grupales, locales y nacionales en las que nos desenvolvemos como individuos y exponernos a situaciones de aprendizaje que posibiliten la toma de conciencia de la crisis ecológica y social que afecta a gran parte de la Humanidad, con el fin de intervenir para mejorar las condiciones de vida de todos/as, incluyendo las de las generaciones venideras. Es decir, tenemos que educar para comprender que los recursos del planeta son limitados y están injustamente repartidos, con una minoría que tiene acceso a bienes y servicios superfluos, mientras la inmensa mayoría no alcanza las mínimas cotas de bienestar.

Por eso, la educación tiene que favorecer la aparición de una conciencia ecológica y social global, formando ciudadanos/as conocedores de los problemas medio-ambientales y sociales, mientras van adquiriendo actitudes críticas, compromiso, responsabilidad social y aptitudes intelectuales y sociales para intervenir en la resolución de estos problemas.