Difícil de explicar los sentimientos que me agitan y enternecen esta mañana, cuando contemplo la entrada de alumnos a los centros escolares en este primer día de curso: bulla de madres, padres, abuelas y los niños a los que, como cada año de mi magisterio, quisiera recibir con los brazos abiertos e ilusionada. Niños, alumnos que, nuevos o no, llegan a nuestras aulas con el deseo flamantes de recibir lo mejor. Con dificultad siempre he podido disimular algunas lágrimas, cuando sus ojos, clavados en mí, parecían esperar respuesta a sus muchas expectativas de estreno. Y yo siempre he creído, y ahora más que nunca, que la primera y mejor respuesta no es otra que el interés expreso por todos y cada uno, de forma que todos se sientan atendidos, queridos, aceptados por sus maestros. De ahí, queridos compañeros que seáis conscientes de lo importante que es para un niño escuchar su nombre en voz de su maestro, sentir su atenta mirada, comprobar interés por su persona y percibir, y esto quizá sea lo más grande, que es querido, valorado e importante desde este primer encuentro, desde este primer día que puede ser decisivo en su vida. Ellos, niños de hoy, son el futuro que debe cimentarse en ambientes de paz, alegría, relajación, porque de todos estos bienes carece nuestra sociedad actual y no podemos tolerar la creación de un nuevo hombre sin que ingredientes tan necesarios estén ausentes en nuestros hogares y escuelas. Ellos, a pesar de sus precocidades, siguen siendo niños. Nada más sagrado que un niño, guardián de la eternidad en el tiempo, ante quien es una tremenda realidad el misterio del porvenir. Sí, ese misterio es el que me transmuta, me renueva, me eleva cada mañana, lejos ya de la práctica escolar, pero nunca lejos de las inquietudes que me provoca el futuro de estos niños, hoy, que con la inocencia a flor de piel, llegan a las aulas.