Hacer el símil del elefante y la cacharrería sería apropiado si no fuera por el respeto que merecen los sesenta muertos palestinos en la sangrienta jornada del lunes cuando protestaban por el traslado de la embajada de EEUU desde Tel-Aviv a Jerusalén, coincidiendo con el 70º aniversario de la creación del Estado de Israel y también con el de la Nabka, el éxodo palestino fruto de aquel nacimiento. Desde que Israel ocupó y se anexionó ilegalmente Jerusalén Este, en 1967, la comunidad internacional mantiene sus legaciones diplomáticas en Tel-Aviv. El traslado deseado por Netanyahu y decidido por Trump, es una gravísima irresponsabilidad. Jerusalén es una ciudad santa para las tres religiones monoteístas: hebrea, cristiana y musulmana, con lugares sagrados de cada uno de los cultos. Su estatus debe decidirse en un futuro acuerdo de paz. Sin embargo, para Netanyahu no habrá paz si esta no incluye a Jerusalén como la capital de Israel. A la desesperada situación en la que viven los palestinos, especialmente en la franja de Gaza donde se produjeron los graves incidentes, se suma ahora la humillación que implica el traslado de la embajada. En su alocución grabada en la ceremonia inaugural, Trump aseguraba que quiere la paz. Su decisión unilateral y partidista le incapacita para ejercer de mediador en el conflicto. Visto lo ocurrido, debe tratarse de la paz de los cementerios. De los palestinos.