El recuento tras unas elecciones cuya independencia y libertad han sido puestas en cuestión por la OSCE avala el triunfo de Vladimir Putin con más del 76% de los votos en las presidenciales rusas. Un apoyo histórico, e indiscutible a pesar de las dudas: al reelegido zar de Rusia los conflictos internacionales, la anexión de Crimea que la UE sigue tildando de ilegal, la intervención en Siria y hasta el envenenamiento del espía doble en Londres le han puesto a favor a un electorado que considera víctima a su país de una rusofobia que solo se combate con más Putin.

El resultado era de sobras conocido antes del inicio de la jornada electoral. El uso apabullante de los medios de comunicación públicos (los privados sobreviven a base de superar una carrera de obstáculos permanente); la persecución de cualquier disenso dejando a la oposición en una situación precaria y testimonial, o la presión sobre los votantes ejercida por los jefes y jefecillos locales, son elementos que han dado la victoria a Vladímir Putin. Quien no quisiera darle el voto solo tenía dos alternativas, o la abstención o el voto a los partidos de la oposición, un voto perdido, sin la más mínima opción, que solo servía para que Putin pueda decir que en Rusia hay juego democrático.

Tras 18 años en el Kremlin, era la primera vez que votaba una generación que no ha conocido otra cosa. Una generación carente de referencias que, a diferencia de las transiciones hacia la democracia, no ha depositado sus esperanzas en ningún cambio, sino en el mantenimiento de la actual situación. Y este es posiblemente el gran drama que se cernirá en el futuro sobre Rusia. Putin ha creado un sistema de poder altamente personalizado sobre el que ejerce un control absoluto. Para ello se ha rodeado de burócratas cuyo mérito principal es la adulación del líder. La duda es si este régimen, estancado, putrefacto y corrupto, sobrevivirá y si habrá una oposición capaz de enfrentarse al reto de construir sobre la ruina heredada. Cuando Putin acaba de ser reelegido puede parecer baladí hablar de su sucesión, pero este es precisamente el gran problema que plantea su nuevo mandato.

Guste o no guste Putin, Rusia es un país demasiado grande y potente y con demasiada historia como para que Occidente, y en particular Europa, se desentienda de él. Por ello es necesario reconstruir las relaciones, tarea que requiere estrategias a largo plazo y en la que Angela Merkel es imprescindible, por ser quien tiene más y mejores elementos de análisis. El presidente francés, Macron, ya unió ayer a su felicitación la necesidad de aclarar el tema de los espías --el uso de armas químicas es gravísimo-- mientras Putin lanzaba un mensaje conciliador: no habrá más rearme (después de haberse rearmado) y se dedicará a la mejora de la economía rusa, tan desequilibrada. Objetivos de trabajo que no dan tranquilidad a la comunidad internacional.