Se han cumplido 100 días desde que empezara la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña, y las candidaturas independentistas que en campaña hicieron bandera de la recuperación de las instituciones aún no han logrado formar un Gobierno. La figura de Carles Puigdemont, y su pretensión de ser presidente de la Generalitat desde Bruselas, se ha convertido en el nudo gordiano de las negociaciones entre ERC, Junts per Catalunya y la CUP. Aritmética parlamentaria en mano, solo el bloque independentista puede gobernar, así que su desacuerdo es lo que permite que el artículo 155 aún esté en vigor. Este desacuerdo es el que hace, en definitiva, que más de un mes después de las elecciones Cataluña siga sin un gobierno efectivo, que pueda dedicarse a reparar los daños causados por meses de aguda crisis política, institucional, social y económica. Ante la postura de ERC de que no investirá al expresident si ello conlleva «consecuencias penales», la maquinaria independentista se ha puesto en marcha para lograr una solución imaginativa, una faceta en la que tiene una acreditada solvencia. La última idea es dividir la presidencia en dos, entre Puigdemont en Bruselas y un presidente investido en Barcelona por el Parlament cumpliendo el marco legal. De esta forma se esquivarían las consecuencias penales para la Mesa del Parlament y Puigdemont mantendría, a ojos de los suyos, la presidencia. Huelga decir que una salida de este tipo tal vez beneficie a Puigdemont, pero presenta innumerables problemas políticos y legales, desde inseguridad jurídica hasta cuestiones elementales como que Cataluña no puede ser gobernada a distancia. Y más si Puigdemont aspira a ser un presidente con poder ejecutivo con todas las de la ley. Su problema es, precisamente, la ley, lo cual hace inviable cualquier fórmula no simbólica. E incluso el simbolismo es pernicioso, ya que prolonga la ilusión de que su cese al amparo del 155 fue ilegal e ilegítimo. Cataluña no saldrá de este atolladero con pensamiento mágico.