La relación entre el consumo de pornografía y la violencia de género es un problema que se plantean los expertos desde diversas perspectivas. Algunos argumentan que es un estímulo para las actitudes machistas y degradantes para con la mujer, sin llegar a ser la causa per se, mientras que otros sostienen que las conductas que se reproducen en ese tipo de películas no solo son factores exacerbantes sino que contienen, en sí mismas, suficientes parámetros para construir una personalidad -predispuesta o no con anterioridad- proclive a la violencia. La pornografía significa una cosificación de la mujer y una sublimación del macho alfa que basa la sexualidad en la genitalidad, abandonando la conjunción de sexo y afecto y repitiendo hasta la saciedad unos estereotipos que inciden en la sumisión y que incluso plantean la fantasía de la violación como fuente de placer. Es trágico que a menudo la pornografía sustituye a la educación sexual. Un elevado porcentaje de las páginas visitadas en internet se refieren al consumo de pornografía, un dato que viene a sumarse al aumento que se experimenta entre jóvenes y adolescentes. Conductas delictivas como las de La Manada (ayer estaban citados a declarar en Pozoblanco tres de los cinco jóvenes implicados), pero también fijaciones cotidianas en una práctica sexual en que se impone la supremacía masculina, con la consiguiente traslación a las relaciones sociales, provienen en parte de unos modelos que fijan roles y actitudes y que -no nos cansaremos de repetirlo- solo se combaten con más educación.