Cuando se cumplen 200 años de la publicación de Frankenstein --la obra de la escritora Mary Shelley considerada el primer gran texto de la ciencia ficción--, algunas de las intuiciones de su autora se están haciendo realidad de la mano de los vertiginosos avances científicos contemporáneos. Obviamente la construcción de seres vivos a través de la suma y activación eléctrica de distintos órganos humanos, tal como literariamente hizo Shelley con su criatura, no se ha conseguido, pero la carrera de los trasplantes ha alcanzado niveles increíbles hace pocas décadas. La idea de que una parte del cuerpo de una persona pudiera funcionar en el de otra parecía temeraria hasta que en 1950 se realizó el primer trasplante de riñón. La técnica del traspaso de órganos y tejidos, en la que la incorporación de los experimentos con animales ha sido fundamental, ayuda hoy a combatir enfermedades hasta hace poco insuperables. Estos avances científicos alimentan, por otro lado, más de un dilema moral y ético. Entre ellos, por ejemplo, la necesidad de que la socialización de estas mejoras médicas continúe para que no puedan beneficiarse de ellas, especialmente en los casos más complicados, solo quienes tengan posibilidades de financiárselos. A veces los millonarios intereses en juego de grandes compañías pueden dificultar la aplicación del trabajo callado del científico en su laboratorio en beneficio de toda la sociedad.