La llegada del Gobierno socialista ha reabierto el debate sobre la presión fiscal. La recuperación de algunos servicios públicos ha ido acompañada del anuncio de una batería de nuevos impuestos, especialmente para las empresas y los bancos, a los que aludió Pedro Sánchez en su comparecencia del pasado martes. En un contexto en el que la recuperación no parece amenazada, regresa el debate sobre el fraude fiscal. Según diversos estudios, España acumula un 20% de economía sumergida frente a la media del 15% en la UE. Recuperar una parte de ese dinero opaco al fisco podría significar unos ingresos de 20.000 millones, el 2% del PIB. Si, además, se pusiera orden en un sistema de exenciones que muchas veces prima a las empresas más grandes y menos productivas, cuadraríamos el círculo porque crecería la recaudación sin aumentar los tipos impositivos, solo haciéndolos efectivos. El resultado de esta situación es que la tan reivindicada igualdad de todos los españoles en prestaciones del Estado, que algunos siempre ven amenazada por la dinámica autonómica, está gravemente lesionada cuando lo miramos por el lado de los ingresos. No todo el mundo paga lo mismo, en función del lugar donde trabaja pero tampoco del sector, del tipo de vinculación laboral o del tamaño de la empresa. De manera que el viejo principio de que paga más el que más tiene se rompe. Paga más el que menos puede esconder lo que tiene.