Hace pocos días, leíamos que, en España, el número de los denominados 'súperricos', personas con patrimonios superiores a los 30 millones de euros, había pasado de 233 en el año 2007, a 579 en el 2016. El dato era motivo de escándalo, y se entiende: durante la década en que hemos sufrido la mayor de las crisis, el número de grandes patrimonios se ha multiplicado por 2,5.

La mayoría de análisis coinciden en señalar la dificultad por interpretar certeramente datos del impuesto sobre el patrimonio. Ello, tanto por la dispar consideración del impuesto en las diversas comunidades autónomas, como por cuanto el aumento pueda deberse, en parte, a la afloración de patrimonios ocultos, con ocasión de la última amnistía fiscal.

En cualquier caso, el mencionado incremento de un 250% no constituye, en sí mismo, el hecho más relevante. Lo que, particularmente, más me impresiona es que, en toda España, solo existan 579 personas con patrimonios superiores a los 30 millones. Estoy convencido que no es así, que hay muchos más. Para llegar a esta conclusión no se requiere de información privilegiada, basta con leer información económica objetiva en medios de comunicación.

¿Qué ocurre? ¿Hacienda es inoperante? ¿Son los muy ricos defraudadores? Creo que no, que Hacienda es eficiente, y que esas personas cumplen escrupulosamente con la legislación. Ocurre que el caso que nos ocupa constituye un ejemplo paradigmático de dos realidades. De una parte, que es mucho más sencillo evitar la fiscalidad, en el marco de la legalidad, para la gran fortuna que para el asalariado. De otra, que una economía global no es sostenible si no va acompañada de órganos de regulación y gobierno también globales. Así, en este y otros impuestos, solo la actuación de entidades supranacionales, como la Unión Europea, podría contribuir a una fiscalidad más justa y equitativa.

Algo que, hoy por hoy, no es más que un sueño. Solo hace falta ver, estos días, las enormes dificultades de los países europeos por avanzar en una propuesta tan sensata como la eurotasa digital, que pretende gravar grandes plataformas digitales como Google o Amazon. El ministro francés de finanzas, Bruno Le Maire, lo resume así: los europeos no pueden entender que sus propias empresas tengan un gravamen 14 puntos más alto que los gigantes digitales.

Precisamente, estos días se cumplen 10 años del estallido de la crisis, con la caída de Lehman Brothers. Los meses posteriores, aterrorizados por los acontecimientos, todas las voces eran a favor de un análisis profundo de lo acontecido y, no pocas, de una reformulación muy seria del modelo. Aparte de una regulación técnica de los mercados financieros, poco o nada relevante ha cambiado. Lo que sí está cambiando es el panorama político. El ciudadano occidental indignado no está para quemar contenedores y enfrentarse a la policía, pero si para, sin sobresaltos, depositar su voto en la urna. Atención a lo que surja de las urnas, especialmente en las próximas elecciones europeas.