El Córdoba tiene problemas históricos, que arrancan antes, mucho antes, de junio del 2011 y por mucho que alguno pretenda centrar el todo en esta última época no parece que lo vaya a conseguir. Pero lo que ocupa ahora es el hoy, el último lustro largo en el que, a pesar de esos problemas, o junto a ellos, este Córdoba tuvo una oportunidad de oro para resolver no pocos. De aquellos y de estos. Pero se eligieron otras metas, más personales, más materiales, que las puramente sociales, deportivas o institucionales. Desde entonces, tanto la entidad como su propia dirigencia han ido saltando de piedra en piedra sobre el río que suponía el Córdoba y todo su entorno. Esquiva que te esquiva y con 80 millones ingresados en cuatro temporadas, cualquier argumento era bueno para justificar un contratiempo. Cualquier argumento menos el económico, claro.

Primero, infraestructuras. Del «no quiero poner ni un puesto de pipas» se pasó a la guerra con el Ayuntamiento por unos terrenos que debían ser para la ciudad deportiva. Tras el ascenso a Primera y el subsiguiente descenso a Segunda con sus correspondientes ayudas, debía tener capacidad la entidad para comprar terrenos. El Ayuntamiento quiso, incluso, dar terrenos en otra zona, pero tampoco. Tenían que ser en donde no podía ser. La guerra estaba servida y, mientras tanto, con denuncia de Tremon de por medio, los campos de entrenamiento continúan siendo los de Camino de Carbonell. Así, el discurso que lógicamente no ha calado debía ser que la culpa (esa palabra que tanto se busca) era de la otra parte.

Segundo, la afición. El enésimo paso de supuesto acercamiento supuso, de nuevo, el intento de imposición desde la fuerza, no desde la razón o la colaboración. Fuerza y miedo. Porque en esos movimientos con la masa social hay bastantes tics de canguelo. De nuevo, tinta de calamar y la culpa, de la otra parte. Muchos recordarán la recta final de la temporada en Primera. Los entrenamientos eran siempre a puerta cerrada -mandato del Siri de El Arcángel- y sólo se abrieron una mañana para que algunos aficionados, muchos hoy en la grada de animación, montaran una escena a los jugadores. Era la forma de teatralizar que todo se había hecho bien, pero la culpa -de nuevo- era de los jugadores.

Hoy por hoy, los comportamientos no cambian. A partir de ahora -ya se avisó en meses anteriores- la presión irá en aumento hacia el vestuario. Sobre todo porque desde el club mismo se facilita esa corriente, una vez agotadas todas las escenificaciones, manifestaciones y acciones, muchas de ellas huecas. Y los futbolistas tendrán la responsabilidad que tengan, pero no la de la composición de la plantilla, la elección de entrenador ni de la inversión que se ha realizado. Tampoco de las instalaciones o de que la gente esté hastiada. Ellos hacen lo que pueden, que es insuficiente por ahora. Pero es el paso que siempre se da desde el club.

Una vez terminada la temporada, con fracaso en los últimos cuatro años, se mira hacia el vestuario de la anterior campaña para señalarlo. «Es que ese vestuario tenía cada elemento...», «no era un buen grupo», como excusa para el mismo fracaso. No influye nunca la intervención contínua en la caseta, esa falta de inversión, el contacto con unos y otros a espaldas del que en teoría ha de mandar. No. Ni de la quimera de aquella «estructura profesional en lo deportivo» de la que se hablaba hace tres o cuatro años. Hasta el punto de destituir a un técnico del alevín, nombre en mayúsculas en la historia, por «los resultados» (?). La culpa, como siempre gusta repetir, siempre corresponde a otros. Ahora, como en tantos antecedentes, todo valdrá para señalar culpables. Todo, menos abrir la caja y dar un paso atrás. Hará falta más tinta de calamar.