Ya se había ido. Hace tiempo que se marchó Ronaldinho del fútbol, por mucho que esa sonrisa que rescató al Barça de la depresión parezca realmente eterna. Llegó a un Camp Nou convertido en un páramo, agotado de tanta derrota y descontrol en los interminables años finales del nuñismo culminados en el caótico gasparismo, y lo transformó en el Sambódromo de Río de Janeiro. De pronto, el triste y pusilánime templo azulgrana se convirtió en una diaria oda a la alegría guiada por eses joven gaucho venido de París que vivía tan bien de día como de noche.

Un tipo transparente, con un fútbol tan mágico que hizo saltar los sismógrafos de Barcelona cuando en una madrugada sacudió un zambombazo desde casi 30 metros para despertar a todo un club. Era el ‘partido del gazpacho’ y un gol al Sevilla para la historia. «Cuando me dijeron que se jugaba a medianoche, pensé que era broma. Pero cuando ví que era verdad, me dije: ‘Perfecto, esa es mi hora. Ahí es cuando más despierto estoy», confesó Ronaldinho recientemente a la Cadena SER cuando han pasado ya 14 años y medio del encuentro que cambió la vida del Barça.

Acunó a Messi

Ese imponente derechazo (recibió el balón de Valdés, galopó durante ocho segundos y realizó 11 toques) sacudió la portería andaluza agitando los sismógrafos del tranquilo Observatorio Fabra barcelonés. A esa intempestiva hora (1 de la madrugada, 26 minutos y 28 segundos), la ciudad dormía. Pero él estaba más despierto que nunca, mientras los 80.237 espectadores que casi llenaban el templo sintieron que estaban asistiendo al nacimiento de algo realmente trascendente. Así fue. El Barça de Ronaldinho fue, en realidad, el Barça de la resurrección. Un equipo que tenía una semilla de la casa prometedora (ahí andaban ya Xavi, Puyol, Valdés, Iniesta), mientras en secreto se construía la obra más potente e infalible jamás conocido en el fútbol: Lionel Andrés Messi Cutticini. A Leo lo acunó él. Lo acunó literalmente. «Aprendí mucho a tu lado. Siempre te estaré agradecido por lo fácil que hiciste todo cuando llegué al vestuario», ha escrito Messi en su cuenta de Instagram.

Solo verle calentar ya era una clase de jogo bonito, mientras Rijkaard, a quien le costó medio año dar con la tecla para activar el círculo virtuoso de Laporta (aunque su fichaje fue obra de Rosell), tutelaba todo desde la tranquilidad.

Parecía que Frank no hacía nada, pero era mentira. A veces, no intervenir y dejar fluir el talento es la mejor obra de un entrenador. Con Ronaldinho fue así. Más allá de sus goles imposibles -aquel en Stamford Bridge donde armó su pierna derecha sin mover ni un solo músculo o ese derechazo descomunal al Milan que hizo estremecer la red o el eslalón imposible contra el Chelsea- y de sus pases galácticos -¡cómo olvidar su asistencia en San Siro a Giuly, el prólogo de la final de París!- queda la figura de un jugador que cambió la mirada melancólica y funesta de un club tradicionalmente autodestructivo. Con él, todos empezaron a sonreír de nuevo.

Ni siquiera poner en pie al madridismo en el Bernabéu para que le aplaudiera, rendido y abatido, después de firmar un partido antológico es su mayor legado. «Yo flipo», llegó a exclamar Casillas en su día, aturdido ante tanta y tan incontrolable magia. Ronnie no entendía de tristeza, disfrutando de la vida en toda su amplitud,H