Los medios de comunicación, movidos por las grandes marcas y los intereses económicos de un deporte que mueve masas, han pasado en estos últimos años a coronar a jugadores individuales por encima del colectivo. En muchas tertulias vemos que Ronaldo o Messi pueden acaparar más tiempo que cuatro o cinco equipos juntos de mitad de la tabla.

Si nos dirigimos al origen, podemos ver que todo el problema viene de la fábrica de hacer dinero, en la que se ha convertido el fútbol, y de la ganancia descomunal de salario que afecta a los jugadores, unidos más a su bolsillo que al sentimiento de pertenencia. Sin lugar a dudas, podríamos decir que los valores del amateurismo se han perdido por completo, en un mundo profesionalizado en exceso.

Hasta aquí todo lógico y comprensible, cada uno en su profesión busca ser remunerado o estar lo más a gusto posible. La irracionalidad viene dada cuando queremos trasladar esto al deporte formación. Normalmente los padres, unas veces incitados por representantes, otros simplemente por su propia codicia, buscan que sus hijos brillen, aspecto que no resultaría negativo si no resaltásemos que es por encima del resto.

El valor de lo individual nunca debe sobresalir sobre el principal objetivo: el triunfo de lo colectivo, de valores como la cooperación, la solidaridad o la entrega hacia un grupo con el que se identifica, y del que sin lugar a dudas uno debe estar orgulloso de pertenecer.

Cuando un padre lleva a su hijo a practicar un deporte de equipo debe pensar que lo enseña a vivir en sociedad, donde la competencia interna existe, pero máxime donde la sinergia de las virtudes de todos son las únicas capaces de hacernos rendir al completo.

Nunca se olvide que lo realmente importante es que su hijo se sienta feliz, forme parte de un grupo en el que suma y con el que gana multitud de experiencias. Deje el reloj y la estadística en casa, a él no le importan, solo quiere disfrutar con sus compañeros.