La locura que faltaba ya está en la historia del fútbol, y la firma el Barça. ¿Que nadie había levantado jamás un 4-0? Pues ya está. La cita con lo imposible que era esta utopía contra el PSG deja para el recuerdo una noche de temblores, pasión y piel de gallina. Nadie olvidará jamás esta eliminatoria. Las remontada fue posible por un equipo desencadenado en su fe e impulsado por una afición que muy pocas veces se irá a dormir más feliz. El estadio hiperexcitado que pedía Luis Enrique hizo su trabajo, y hasta jugó una prórroga, con unos miles de irreductibles espectadores que no querían irse media hora después de concluido este episodio mágico. Había que absorber hasta la última gota de gloria, que la noche no acabase nunca.

Y eso que las caras de la gente decían «demasiado pronto, demasiado bonito para ser cierto» cuando el equipo se puso 3-0 e hizo bullir los sueños más húmedos. El Barça se frotó las manos durante una hora larga de bestial reencuentro con la vida. El peso de la lápida de París, con el RIP de aquel 4-0 lamentable inscrito, ya no era imposible de levantar. Recorrían las cabezas de la afición un montón de y si. Y si en el Parque de los Príncipes el Barça no hubiera hecho su peor partido en años. Y si André Gomes no hubiera tirado al río aquel cartucho que servía para el 1-1. Y si, al menos, con la catástrofe ya consumada, hubiese entrado aquel cabezazo de Umtiti que se fue al palo...

Un PSG acongojado

Porque la hazaña quizá cobró cuerpo mucho antes de que el enfervorecido Camp Nou pudiera hacerse a la idea, en apenas dos minutos. Una indecisión, un canguelo del portero y un caníbal suelto. Si había una fórmula química perfecta, esos fueron los elementos para que Suárez activase el reloj del sueño. El inmenso estadio del Barça empezó a parecerles a los jugadores del PSG una enorme mortaja. De pronto Rabiot ya no parecía tan bueno, el despliegue de Matuidi ya no era tan imponente y las manos de Trapp desprendían una firmeza menor.

Y luego vino el segundo gol justo antes del descanso. El diablo siempre duerme con un ojo abierto, debió de pensar Emery en su zona técnica, comido por los nervios y pensando en cómo iba a explicar semejante desastre en la sala de prensa. 2-0 antes del descanso, un Barça desencadenado y un PSG acongojado, incapaz de enlazar tres pases y con su gran obra a punto de desmoronarse. Y eso que la ruta escogida por los azulgranas fue la más heterodoxa posible. Esos dos goles fueron extraños, feos, pero qué gusto dio ver cómo ese cabezazo tosco de Suárez traspasaba la línea, o cómo el rebote grosero en el cuerpo de Kurzawa ponía el 2-0 en el marcador, y no digamos ya ese penalti de Meunier a Neymar. En ese momento había que pellizcar uno a uno a los seguidores del Barça para que se lo creyeran: a un solo gol de empatar con casi todo un tiempo por delante. Pero ese PSG agarrotado encontró en el gol de Cavani el clavo ardiendo y parecía entonces cosa de chiflados creer en el 6-1. Y apareció Neymar, y Ter Stegen, sobrevivió la fe y surgió el héroe inesperado, Sergi Roberto. Él y los demás ya son eternos.