Nadie se atrevía a acercarse. Escorado en un lateral de aquella hilera de asientos rojos, se cruzó de brazos y descansó sus impecables zapatos a los pies de Los Cármenes. Algunos le contemplaban y otros le retrataban. Pero solo aquellos dos niños ataviados con sendos chándals osaron sentarse a su lado. Le flanqueron y se divirtieron. No cruzaron palabra alguna, pero no pararon de sonreír, conscientes de que eran el centro de atención. A Fabri, técnico del Granada, no le incomodó esa presencia, aunque nunca llegó a desviar su mirada hacia los inusuales inquilinos del banquillo.

Sí le turbaron otros dos.

Ya se retiraba hacia el vestuario cuando dos chicos, junto a la barandilla, le sugirieron un par de nombres en su once. Estaba en la bocana. Se dio la vuelta. "¿Vosotros sois entrenadores?". Los dos se quedaron boquiabiertos. No esperaban la pregunta. Fabri los miró fijamente. Seguían pasmados. "¿Que si sois entrenadores?", insistió. Los niños negaron con la cabeza, serios. "¡Pues ya está!". Y se marchó, gruñón, bajo la sonrisa de los de seguridad. "¡Que ya empiezan desde pequeños, hombre!".

A Alcaraz no había quien le rebatiera la alineación, un cambio táctico que quiso minimizar en sala de prensa. "Sin ser delantero, Usero ha jugado casi en esa posición". Sí hubo un ligero murmullo en el tercer anfiteatro cuando entró al campo Dañobeitia, que una hora antes, mientras sus compañeros se calentaban, tarareaba las letras de Mecano que retumbaban por los altavoces de Los Cármenes.

Faltó poco para que alguno de los múltiples pelotazos que propinó el Córdoba en la segunda mitad bajara del cielo de Granada con nieve. De Coz se tomaba todo el tiempo del mundo para sacar de banda; Navas se hacía el remolón con el balón; Javi Flores se retiraba con parsimonia... El marcador del estadio, cegado por el sol, no dejaba ver nada. Fue cuando el cuarto árbitro sacó el electrónico indicando que el partido se prolongaba tres minutos más, cuando los aficionados blanquiverdes cayeron en la cuenta de que se le habían escapado dos puntos en la expiración.

A los jugadores, cabizbajos, les costó levantarles el ánimo cuando el de ellos mismos estaba por los suelos. El último esfuerzo fue levantar los brazos y aplaudir. Algunos, desde las alturas, agradecieron el detalle.