Aunque no te hayas entrenado, no dejan de ser 21 kilómetros. Aunque no busques marca y te lo tomes como un entrenamiento, es ir corriendo hasta Almodóvar del Río. A veces se hace pesado incluso en coche, esa carretera que parece interminable. Escuchas la lluvia por la noche, o un mosquito que te desvela, que te obliga a levantarte. Dudas, no te ves bien porque apenas llevas tres semanas trotando, pero con tal de no empezar una lucha contra el insecto, te levantas, zapatillas, imperdibles y dorsal. Si no llega a ser por ese mosquito, igual ni sales de la cama. En la salida, tampoco calientas. Fotos con amigos, padres y novia.

Otra vez estás ahí. La tercera. Ya no es como la primera. Sabes que vas a acabar, que has hecho carreras más duras, pero son 21 kilómetros. 21, te recuerdas constantemente. ¿Cuántos meses llevas sin hacer 21 kilómetros? Comienza. Quieres guardar, pero te cuesta guardar. Lo importante es no quedarse solo. Tratas de engancharte a un grupo. Tú no llevas reloj, pero da igual porque todo el mundo va cantando los tiempos. Lo escuchas y sabes que estás en tu límite, que al diez o al once vas a llegar bien, ¿pero después? Llueve y es agradable. Te gusta esa sensación. La sierra está llena de nubes. Las nubes ocultan el castillo. El castillo es la meta, así que mejor no verla. Villarrubia te empuja. Es el único momento.

A lo lejos, Almodóvar

Llega lo duro. Pasa el tren a tu izquierda. Vuela y a ti te pesan las piernas. El agua no sirve para beber, sino para aliviar los muslos. Los corredores ya están desperdigados, los grupos se rompen. Ves al fondo de la carretera pequeñas hormigas solitarias y piensas. ¿Dónde van esos locos? Ya distingues las casas blancas de Almodóvar. Hay quien se crece y quien se viene abajo. Tú dudas. ¿Tendré más dentro? ¿Explotaré? ¿Me estoy quedando corto? Entonces el momento de cerrar los ojos y, simplemente, dejarse llevar.