Hay derrotas, como la de ayer ante el Málaga (1-2), que ensalzan aún más los valores que mostró el Córdoba en aquel estreno en Primera en el Santiago Bernabéu, ahora tan lejano que parece un espejismo y no han pasado ni siquiera dos meses. Se recomienda no olvidarlo para tener algún punto de arranque válido. Alguna salida a esta situación angustiante. Remoto aquel recuerdo no por una cuestión temporal sino más bien de sensaciones: qué poco queda de aquel equipo aguerrido, valiente, práctico que ilusionó a todos. Y todos lo vimos. Qué poco queda de su voluntad, de su credibilidad y esfuerzo colectivo. Pero cuánto daño pudo hacer y qué malas conclusiones debió dejar de puertas para adentro en El Arcángel. Desde entonces, el equipo de Albert Ferrer ha involucionado como pollo sin cabeza, rayando el conformismo incluso, de acá para allá por casi todos y cada uno de los encuentros; ora más entonado --bajo fianza de medirse a rivales "de otra Liga", según se traduce con el paso del tiempo--, ora sin destino, precisamente ante los suyos, que es lo más preocupante. "Nada ocurre, nadie viene, nadie va, es terrible", sostenía Beckett, esperando a Godot. Pues eso. Lo de anoche en El Arcángel fue una tragicomedia más y lo que es peor, por esperado su desenlace, más helado deja al público por lo que aguarda en el futuro. Queda tanto para revolucionar una plantilla que se ha quedado sin crédito, tal vez malgastado por la mala gestión de su entrenador, por la mala planificación este verano achacable a la coral dirigente, tan perdida dentro y, lo que es peor aún, fuera del terreno de juego, que da miedo. Terribles esas palmas irónicas de la afición tras el primer disparo de la noche en el minuto 69. Peor aún que hubiera quien se fuera con la función en marcha.

No se trata (que también) de cambiar jugadores, de salto en salto del césped a la grada; de sistemas y planteamientos de juego, de técnico o de futbolistas, lo que se deja atrás el Córdoba en ocho jornadas de vuelta a Primera, 42 largos años después, es la ilusión que acumuló en Gran Canaria. La credibilidad de un discurso de un presidente y un entrenador que creían en lo que hacían, que sabían lo que hacían, que tenían un objetivo común ineludible e inexcusable, y que ahora se permiten hablar en B cuando saben que piensan en A. Pase lo que pase vamos a acabar la temporada con Ferrer, dijo Carlos González antes del nefasto partido. De lo que Ferrer concluyó después, al menos cara a cara ante la prensa, mejor correr un velo. Una incongruencia tras otra que ha calado en el vestuario, que ha calado en el juego y que ha traspasado a una afición que ayer sintió vergüenza.

El análisis del partido fue un final de trayecto que viene de jornadas atrás. Mismos errores, semejantes planes ineficaces de contingencia: ni orden defensivo, ni soluciones a los desajustes por banda, ni control del medio, ni enlace entre líneas, ni ideas ofensivas, ni ejecución ni trabajo ordenado ni autocontrol. Porque si malas fueron las sensaciones, malo el resultado acumulado (4 puntos de 24 posibles) y peor el desenlace: la otra vuelta de tuerca más que ayer se apreció fue la percepción generalizada de un grupo que parece haber bajado los brazos a la primera de cambio. Sin latido. Y queda tanto por sufrir si no se pone remedio...