Lo ha dicho Valentino Rossi y lo repitió Giacomo Agostini, junto a Ángel Nieto, dos de los más grandes pilotos de la historia. ¿Qué han dicho?, que ellos amaban y preferían al Ángel Nieto persona, amigo, colega, charlatán que al campeonísimo del mundo, que a aquel chaval, nacido en Zamora pero criado en Vallecas, que se lió la manta a la cabeza, cogió un día un tren y se fue a Barcelona a buscarse la vida entre hierros, perdón, motos de carreras, viviendo en sótanos de fruterías y bancos de plaza, hasta convertirse en uno de los más grandes, en el Manolo Santana de las motos, el Severiano Ballesteros de las dos ruedas, el Pau Gasol de la velocidad o el Rafa Nadal de los circuitos.

Ese Ángel Nieto es, para los 2.000 habitantes del paddock del Mundial de motociclismo, muchísimo más valioso que aquel que se amamantó de las ubres de Bultaco, Ducati, Mototrans y, al final, se hizo famoso, legendario, volando bajito con las balas rojas de Derbi. El Ángel Nieto cómplice es el que admira, adora e idolatrará por los siglos de los siglos el pueblo motard.

El otro, el ganador de 90 grandes premios (Agostini triunfó en 122 ocasiones y Rossi suma ahora 115) y poseedor de 12+1 títulos mundiales, está bien, es admirable, pero nunca alcanzó la fama del colega, jamás despertó la admiración del que siempre estaba pendiente de ti, fueses piloto, ingeniero, mecánico, jefe de equipo, organizador, patrocinador, comisario o periodista. Ese Ángel Nieto que repartía simpatía, que no tenía jamás un no, que sonreía a todo el mundo y que consolaba o felicitaba es el que el mundo de las dos ruedas beatifica en estos momentos tan duros.

«Yo, lo que no me puedo creer», contaba Rossi, gran amigo ibicenco de Nieto, «es que con una madre maravillosa, doña Teresa, que acaba de cumplir 100 años, Ángel vaya a morirse a los 70, cuando está lleno de vitalidad y pasión». Rossi recordaba el día en que Nieto le pidió el que consideraba «el favor de su vida». «Imagínate, ¡el favor de su vida!». El hijo de un amigo de Nieto había sobrevivido a un accidente en la M-30 de Madrid del que nadie creía que iba a salir. Y Nieto fue a verlo después de tres meses en la UCI. «Pídeme un deseo», le dijo Nieto. «Quiero hablar con Valentino Rossi, es la ilusión de mi vida». Y Nieto le dijo: «Eso está hecho». Ángel le pidió el favor a Vale y el Doctor le dijo que, en cuanto llegase a Ibiza lo llamaban juntos.

Y así lo hicieron. Un día quedaron en el pantalán del puerto y se embarcaron en el yate ¡cómo no! de un amigo rico de Nieto. La mañana y el mediodía no pudieron ser más placenteros y divertidos. La charla fue agotadora, las risas infinitas y la conversación sobre el Mundial de motos ya ni les cuento. Al atardecer llegaron a puerto y, cuando amarraron el yate y empezaron las despedidas, Rossi se acercó a Nieto y le dijo al oído ante su tribu de amigos: «Perdona, Ángel, pero yo he venido aquí para algo y aún no lo hemos hecho ¿verdad?» Y Nieto exclamó: «¡Anda, sí, perdona, Vale, claro tenemos que llamar al hijo de mi amigo». Su pasión por las carreras, su amistad con Vale, le hizo olvidarse de su principal misión, que cumplió, cómo no, convirtiendo al hijo de su amigo en la persona más feliz del planeta.

Nieto era una farmacia de guardia. Siempre estaba dispuesto a servir al que fuera, a echar una mano. Tenía 70 años, pero mantenía la rebeldía y la vergüenza, de cuando tenía 15 y falsificó la firma de su padre para correr en moto, para participar en el Mundial de velocidad, hasta que se estrelló en el trazado francés de Clermont Ferrand, se lo llevaron al hospital y descubrieron que era menor de edad. «Me quitaron la licencia y no me dejaron correr hasta que cumplí los 18 años», recordaba.

Ese desparpajo era lo que le convertía en una persona única, cercana, adorable. La misma persona que era capaz de mantener una relación estupenda con su primera esposa, Pepa Aguilar, la madre de los grandes e inmensos Gelete y Pablete, sus hijos mayores, fantásticos, y con la divertida Belinda Alonso, madre del jovencísimo Hugo, de 15 años, el muchacho que acaba de perder, no solo a su padre, sino a su primer espectador, aquel que le acompaña en los torneos de tenis que disputa de la mano de la Academy Rafa Nadal, donde trata de abrirse camino a lo campeón.

Ese admirado Ángel Nieto, el amigo, el cómplice, se ha ido sin recibir la única recompensa que a él le faltaba, aquel premio que él creía merecer no más pero sí como todos los demás galardonados: el premio Príncipe de Asturias. Nieto había estado en todas las quinielas de los últimos años, en todas pero no lo consiguió.

Y eran muchos, demasiados, los que consideraban que esa injusticia debía solucionarse cuanto antes y, sin embargo, eso ya no ocurrirá. «He de confesar -contó el propio Nieto hace algunos años- que pregunté si ese premio podían concederlo a título póstumo y me dijeron que no, que el Príncipe de Asturias no se concedía a título póstumo». Se ha ido sin él. Y lo merecía más que nadie. Descanse en paz.