Lo dijo su entonces amigo Mario Vargas Llosa y no exageraba: "La aparición de Cien años de soledad fue como un terremoto literario en Latinoamérica ... Su autor se convirtió de la noche a la mañana en un ser casi tan famoso como un gran futbolista o un egregio cantante de boleros". Era 1967 y las ediciones de la novela aparecida en Buenos Aires se renovaban cada semana. Bigote de rufián latino, pelo ensortijado de árabe, camisas coloridas, con una contradictoria combinación de altivez y timidez, es muy posible que Gabriel García Márquez --no tan dotado para las relaciones públicas como Vargas Llosa-- no persiguiera el apabullante reconocimiento público de aquella novela total, su quinto libro publicado, considerada una obra maestra desde el minuto uno. Pero fue así y ya no tuvo más remedio que convivir con ese éxito, quedar atrapado en la torre de marfil del gran autor que, además, gracias a su exótica imaginería se convierte en el representante literario de todo un continente. No importaba que la mayor parte de los escritores luego empaquetados en el Boom no se identificaran con su tropicalia, sus lluvias de flores y pájaros, sus fantasmas y sus viejos con alas. El mundo de García Márquez era un símbolo original y perfecto. Y por ello maravillosamente exportable. De ahí que los académicos suecos lo distinguieran con el Nobel en 1982, 28 años antes que al más europeo y racional Vargas Llosa, y que cuando Gabo recogió el premio no lo hiciera únicamente por Colombia sino por toda América Latina.

El Macondo de Cien años de soledad se llamaba en realidad Aracataca, una aldea costera de clima bochornoso y apenas 20 casas donde en 1927 nació el escritor colombiano, uno de los 16 hijos del telegrafista --no todos legítimos--. Fue criado por los abuelos y una caterva de tías en una casa que a la caída del sol, decían, se llenaba de espíritus y aparecidos propiciando las historias. De ahí que Gabo siempre insistiera en que sus novelas y cuentos tenían más de realismo que de magia.

Macondo, ese lugar mítico en el que "el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y, para mencionarlas, había que señalarlas con el dedo", apareció en algunos de sus primeros relatos pero solo fue en Cien años... cuando quedó completo ese universo poblado por más de 200 personajes, donde las generaciones de la familia Buendía se suceden como un torbellino confundiendo a los lectores con sus nombres idénticos.

DINAMITA A los 20 años, y tras haber acallado la insistencia de su padre para que se convirtiera en abogado, Gabo, sin un título universitario en el bolsillo, entró a trabajar como reportero en El Heraldo y más tarde en El Espectador . "Cuando leo algunas de las cosas que escribí como periodista me tengo una inmensa admiración --recordaba--. Yo llegaba al periódico y mi jefe me decía: 'Tenemos una hora para entregar esa noticia'. Entonces no me daba cuenta de la dinamita que tenía entre las manos". Un reportaje publicado en 1955, Relato de un náufrago (recuperado por Tusquets en 1970), hizo que subiera la circulación del diario. Muchos años más tarde, el escritor, que regresó al reportaje con La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile y con Noticia de un secuestro , devolvería a la profesión los servicios prestados con la creación de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Latinoamericano.

Fueron los amigos del escritor los que enviaron a un editor su primera novela, La hojarasca , nacida de su enamoramiento por William Faulkner y sus frases arborescentes, cuando él la abandonó en su escritorio para irse como corresponsal a Italia en 1954. Agotado el modelo, trasladó su admiración al mucho más esencial Hemingway, lo que propició El coronel no tiene quien le escriba , que redactó en París, más pobre que las ratas. En 1958 regresó a casa para casarse con su novia de toda la vida. Y toda la vida, más de 50 años, han estado juntos. Mercedes Barcha, nieta de inmigrante egipcio, una mujer grande y llamativa, mucho más alta que el novio y pilar de la empresa familiar, encarnará el imprescindible modelo de esposa-de-gran-escritor eficaz y protectora.

Con Mercedes y los hijos que fueron llegando, Rodrigo, hoy respetado director de cine, y Gonzalo, diseñador gráfico, vivió en EEUU como corresponsal de Prensa Latina, y más tarde en México, donde en solo 18 meses --aunque llevase madurándola toda la vida-- tecleando con dos dedos escribió Cien años de soledad , desde su frase iniciática e inaugural: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Al escritor le gustaba contar que no tenía un peso para comprar los sellos a fin de enviar el original al editor argentino Francisco Porrúa y solo pudo hacerlo gracias a un anticipo del director literario de Sudamericana. Sobre la leyenda de que Carlos Barral tuvo acceso al original y lo dejó pasar ni siquiera el biógrafo Gerald Martin ha sabido dar una respuesta.

Entre 1967 y 1974, la familia residió en Barcelona, coincidiendo con uno de los momentos más dulces del Boom, que empezaba a mostrar su potencia. Fue en Barcelona donde escribió su novela más compleja, El otoño del patriarca . Quid pro quo, el valor en alza del escritor también afianzó a Carme Balcells. A la superagente y principal inductora del Boom le gusta contar que un día Gabo le preguntó por teléfono si le quería y ella, práctica, le respondió: "No puedo responderte a eso. Eres el 36,2% de nuestros ingresos". Bajo el argumento de que en Cataluña estaba perdiendo el sonido de su lengua, en 1975 regresó a México, donde se instaló indefinidamente, pese a que continuó teniendo casas en Cuernavaca, Barcelona, París, La Habana, Cartagena de Indias y Barranquilla, volcado en una incansable militancia política que con el caso Padilla le dejó empecinadamente en el lado cubano de la revolución.

En la década de los 80, la que lo entroniza con el Nobel --premio que él había criticado pero que recogió vestido no de frac sino con el liquiliqui, la camisa colombiana, en nombre del "pueblo latinoamericano oprimido por el imperialismo"--, aparecen dos de sus novelas más populares, Crónica de una muerte anunciada , habilidoso thriller , y El amor en los tiempos del cólera , en la que recreó las circunstancias del noviazgo de sus padres, aunque no pudo regresar a la ingenua magia de sus mejores páginas.

Mientras, alejado de los que fueron sus amigos --rota su relación de golpe y a golpes con Vargas Llosa--, afianzada su fascinación por Fidel Castro, encerrado en su laberinto de éxito --"estoy de García Márquez hasta los cojones", resumía--, se dedicó a cultivar una soledad alimentada por sus enfermedades, un cáncer de pulmón, uno linfático y el alzhéimer, y por sus escasas apariciones en público, que la prensa reflejaba casi como milagros marianos. Martin lo retrató en el 2007 en Cartagena de Indias, donde se le homenajeó en el Congreso Internacional de la Lengua Española y se codeó con el rey Juan Carlos, Bill Clinton y cinco presidentes latinoamericanos en una foto en la que los más ingeniosos solo echaron en falta a Fidel y al Papa de Roma. El palurdo de pueblo --como le gustaba llamarse-- el escritor que se envanecía de no leer --sea eso cierto o no--, había llegado a la cumbre.