Película larga, 159 minutos, y aún más larga se me hizo. Absténganse de su versión doblada, pues no merece la pena ver cómo un mal doblaje, donde el sonido de ambiente es simulado o anulado y las voces exageran el tono colocando incluso a un asiático el acento sudamericano, se carga lo poco bueno que pueda tener un filme como éste, donde Martin Scorsese vuelve a decepcionar a la hora de tocar el género religioso.

No tuvo suerte, o mejor dicho, demasiado acierto, el director de memorables cintas como Taxi driver o Toro salvaje cuando en La última tentación de Cristo o Kundun se acercó a las religiones a través de personajes como Jesucristo o el Dalai Lama; no obstante, lo vuelve a intentar ahora con Silencio, adaptación de la novela homónima de Shushaku Endo, situando la narración en la segunda mitad del siglo XVII, cuando dos sacerdotes jesuitas portugueses han de viajar a Japón, país donde la religión católica estaba prohibida y perseguida, para buscar a su maestro, un misionero que parece haber renunciado a su fe públicamente, después de haber sido torturado.

Así pues, en esta película asistimos a las peripecias de estos dos personajes, encarnados en Andrew Garfield (que es quien acapara más tiempo en pantalla, con una interpretación cargante que acaba por agotarme con su rostro de excesivo sufrimiento) y Adam Driver, escondidos y ejerciendo su vocación entre los cristianos más valientes de forma clandestina, pues en ello les va la vida.

Podemos ver de la mano de estos personajes los suplicios y torturas con que los responsables del régimen dictatorial nipón someten a los ciudadanos que se acercan al cristianismo, pues se consideraba que ello suponía un acercamiento a lo occidental y, en definitiva, una mala influencia para su país.

El papel de Liam Neeson, desaprovechado, se reduce a una secuencia y poco más, así que nadie crea que es protagonista del relato. Aún así, reconozco que hay momentos de este dilatado filme que me llegan, como la belleza de los paisajes o la secuencia donde el mar se encarga de castigar de mala manera a los mártires con violencia.