El popular humorista malagueño Chiquito de la Calzada falleció ayer a los 85 años en Málaga, donde permanecía hospitalizado por la angina de pecho que sufrió a finales de octubre. El auditorio de la Diputación de Málaga albergó la capilla ardiente. Este artista, que inventó en el humor un nuevo lenguaje y estilo con gran éxito de público, tuvo que someterse a un cateterismo cardíaco hace una semana en el Hospital Regional de Málaga y padeció después una infección.

Corrían los años 90 y una generación entera se levantó un día arqueando el lumbago y dando pasitos cortos al grito de «jaarl» o «¡no puedorl». De repente, «¿te da cuenn?», los conocidos se convertían en «fistro» (duodenal o a secas) y en «pecadores de la pradera». «¿Cómorrr?». Y todo a raíz de un programa humorístico en la recién nacida televisión privada, Genio y figura de Antena 3, que, caprichos del destino, consagró a Gregorio Sánchez, un cantaor flamenco y actor cómico más conocido como Chiquito de la Calzada ya en retirada.

La salud de Chiquito empezó a empeorar en los últimos meses. A medios de octubre, una «caidita de Roma» en su domicilio, como él mismo la definió en las redes sociales, le llevó a estar tres días ingresado en el Hospital Regional de Málaga. Tras el alta intentó retomar su vida habitual, sus paseos por el centro de su adorada ciudad natal y sus almuerzos en el Café Chinitas, hasta que el pasado 31 de octubre sufrió una angina de pecho y de nuevo fue hospitalizado. En el centro sanitario se sometió a un cateterismo del que evolucionaba favorablemente, pero una infección provocó un «deterioro hemodinámico» que obligó a trasladarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Pero su estado no evolucionó y ya no salió de allí.

Segundo de tres hermanos e hijo de un electricista, Gregorio Esteban Sánchez nació en Málaga, en el barrio de la Calzada de la Trinidad (de donde tomaría el nombre artístico) en 1932, y ya con apenas ocho años empezó a pisar los escenarios. Lo suyo era el cante flamenco, sin escuela, fijándose de los grandes, y rápidamente se fijaron en su arte para formar un grupo de chiquillos, Los capullitos malagueños, que cantaban por pura supervivencia, para tener algo que comer. De allí saltó a un espectáculo de variedades por los locales para extranjeros en la Costa del Sol y donde descubrió el lado oscuro de la farándula con empresarios explotadores y aprovechados que tuvo que aguantar «porque no tenía otra cosa». A finales de los setenta, surgió la posibilidad de ir Japón, pero se le hizo duro, y volvió. Entre otras cosas, para regresar al lado de Pepita, su esposa desde 1950. La conoció en un espectáculo en Córdoba, y ya no se separaron. Ella fue su gran amor, su principal apoyo y una inseparable compañera, siempre en un discreto segundo plano.

El éxito llego casi por casualidad en 1994, cuando frisaba los 62 años. Se convirtió en el icono popular de la época, facturando cifras inauditas para un simple cómico. En 2012, la muerte de su querida Pepita le apartó definitivamente de los escenarios. Perdió el norte, y empezó a desorientarse y a olvidar las cosas. Desde entonces, dicen los que le conocían, ya nada era igual, aunque cada vez que pisaba la calle siempre había alguien que le paraba para hacerse una foto y despedirle, como hacían hoy cientos de seguidores, con un «hasta luego, Lucas!».