Cerca de la Navidad de hace dos años, El despertar de la fuerza, secuela tardía de la trilogía original de La guerra de las galaxias, se recibió como un regalo. Un buen regalo: una reedición de lujo de algo que amaste mientras crecías. Pero no un regalo inesperado, de aquellos que contentan a la vez que hacen subir las pulsaciones. Se agradecía al director-coguionista J. J. Abrams que optara por la estética futurista pero sucia que hizo grande a la primera trilogía. De nuevo, el universo creado por George Lucas era físico, tangible y real, en lugar de una sucesión de dioramas digitales con personajes envarados paseando por su interior. El problema era que lo viejo ganaba quizá en exceso a lo nuevo: situaciones, escenarios, conceptos… Muchos samples muy identificables.

Star wars siempre será Star wars, y no tendría por qué ser de otra forma: viajamos aquí en busca de la aserción del bien y la justeza; de tragedias personales compensadas con triunfos comunes; del gozo de recuperar el espíritu aventurero de los seriales de otras épocas en mitad de unos tiempos de apatía. Partiendo de esas esencias se pueden inventar mil cosas, como tuvo claro Rian Johnson a la hora de desarrollar Los últimos Jedi.

Sin entrar en excesivo detalle, contaremos que el triángulo principal de esta entrega es el formado por Rey (Daisy Ridley), Luke (Mark Hamill) y Kylo Ren (Adam Driver), el sobrino torturado y parricida del segundo, al que la primera sueña con redimir, un sueño imposible según Luke. Como buena entrega de franquicia (retro) actual, Los últimos Jedi entrelaza en sus 152 minutos (ninguna entrega ha durado tanto) diversas tramas paralelas, aprovechadas por Johnson para jugar con nuevos personajes y localizaciones. El piloto Poe Dameron se enfrenta a la general Leia Organa con menos momentos estelares de lo deseable, según parece.