Indudablemente, la película es Natalie Portman. Su recreación de la viuda del presidente norteamericano John F. Kennedy, en shock, justo después de llevar en su regazo la cabeza tiroteada de su marido, durante el trayecto en coche hasta el hospital más próximo, con su vestido rosa manchado de sangre como un tatuaje, único recuerdo de lo que tuvo. El cineasta chileno Pablo Larraín persigue con su cámara hasta el último detalle de la actuación de la actriz, creando un nuevo biopic más allá de los cánones, transgrediendo el film biográfico al uso, como ya hiciera en Neruda. Para ello, se centra en los días posteriores al suceso ocurrido en Dallas, en 1963, cuando la protagonista es entrevistada por un periodista para un medio escrito, aunque durante la narración se juega con diferentes tiempos mediante el uso del flash-back, como cuando se recrea la grabación de un programa de televisión en blanco y negro donde la primera dama muestra los entresijos de la Casa Blanca, la conversación con el sacerdote que interpreta John Hurt, el atentado, los preparativos y el mismo funeral a la manera de como se hiciera con Lincoln…

Pero el acierto de este cineasta reside en cómo escruta hasta el último gesto de este personaje al límite de lo que un ser humano puede soportar psicológicamente, con sus temores, sus dudas. Y así, con cierto estilo cubista, conformando todo un collage, la película se construye con inteligencia y precisión, para lograr un primer plano magnífico de esta mujer que temió en determinado momento que su vida terminara arruinada como la de otras viudas de presidentes norteamericanos asesinados, pero que acabó uniéndose a Onassis, uno de los hombres más ricos del mundo. El drama se alimenta con determinados momentos donde la tensión se mastica, como en los enfrentamientos de Jackie con su suegra o con su cuñado, aunque, realmente, lo que retrata es lo perdida que se halla en ese momento esta mujer, muy lejos de Camelot.