Dicen que el pasado de cada cual se lleva reflejado en la cara, sin que maquillaje o impostura de ningún tipo puedan camuflarlo. No es el caso de Josefa Patiño, la cordobesa cuya historia, tejida de amor y miedo, inspiró el personaje central de la novela de Dulce Chacón La voz dormida , un alegato contra la represión de la postguerra que viene a devolver la palabra y la dignidad arrebatadas a las mujeres del bando perdedor.

Nadie diría al ver a Pepita, con sus ojos remansados en azul sereno y esa sonrisa beatífica que le ilumina el semblante, que se le escaparon los años rodeada de pérdidas y ausencias que aún le duelen, tanto tiempo después de aquella larga espera: 17 años aguardando la salida de prisión de un novio sin más posesiones que el carnet del Partido Comunista y un cuerpo vapuleado por las torturas de negros interrogatorios.

Fue tal fidelidad la que hizo que la escritora extremeña, conocedora de otras muchas historias quizá más duras y siniestras que la de Pepita, decidiera hacer de esta Penélope fiel a un Ulises varado entre las rejas del penal de Burgos, de la que tenía noticias a través de un pariente común, el hilo conductor de su libro.

"TODO FUE POR AMOR"

Pero la lealtad de esta mujer que habla en un susurro y no accede a conocer a la periodista si no llega recomendada ("Nos vemos fuera de casa, porque todavía hay gente a la que le fastidia que cuente estas cosas y no quiero problemas con el vecindario", se excusa), es más de carácter sentimental que ideológico. "Todo fue por amor, no por política, por amor a Jaime me quedé sin juventud y me volvería a quedar las veces que hiciera falta", dice con los ojos húmedos.

De hecho, a pesar de que varios familiares cercanos se le habían muerto en las cárceles franquistas, fue el azar el que hizo de Pepita, aquella muchacha tan guapa como asustadiza, un enlace de la guerrilla que se había echado al monte en la Sierra de Córdoba. "Quién me lo iba a decir a mí --suspira--. Visitaba a mi novio cuando podía, una vez al año, porque mi sueldo de criada no me daba para más y hasta tenía que empeñar el abrigo para encajarme en Burgos. A la vuelta siempre traía las instrucciones que él mandaba".

Eran mensajitos escritos con letra diminuta en papel de fumar que Jaime Cuello, activo comunista nacido en Alcaracejos, le pasaba escondidos en cajas "de ésas que los presos hacían para que la familia sacara un dinerillo rifándolas". Luego, ya a solas, "porque no podía fiarse una de nadie", sacaba el papelito y con mucho sigilo lo depositaba en el sitio convenido. "Si me cogen me fusilan --añade con sonrisa picarona, ya perdido todo recelo y convertida en lo que es, una mujer entrañable--. Pero no había más remedio que arrimar el hombro y dar testimonio".

Precisamente para darlo, cuando en 1976, "con todo el cuerpo resentido por los golpes que le habían dado", muere Jaime sin haber visto la democracia, Pepita se sacó el carnet del partido "para poder votar como él lo hubiera hecho --cuenta en tono solemne--. Y el día que legalizaron el PCE acudí con varios compañeros suyos a poner una corona de flores sobre su tumba".

Pero todo eso ocurrió mucho después. Porque la historia de amor y paciencia de Pepita y Jaime había empezado recién acabada la guerra, entre los muros de la cárcel de Córdoba, a la que él había llegado desde un campo de concentración. "Yo, que tenía 19 años y vestía de negro de pies a cabeza por la muerte de mi madre, solía ir de visita a ver a mi tío, y Jaime, que con 27 años llevaba ya cumplidos seis de una condena de veinte, le confesó que le gustaba ´la rubia de ojos azules´, y eso que me veía en el locutorio entre dos rejas --puntualiza coqueta--. Como mi tío le dijo que no tenía novio, cuando salió de prisión con un indulto empezó a pretenderme, y yo encantada porque desde el principio supe que iba a ser el hombre de mi vida".

Poco imaginaban entonces lo corta que iba a ser su felicidad, apenas seis meses de pudoroso noviazgo tronchados al caer Jaime en una redada y ser juzgado por lo militar, acusado de ayuda a los rebeldes. Le echaron otros veinte años, esta vez sin posibilidad de indulto, y tras volver durante un par de años a la prisión cordobesa, acabó en la Central de Burgos. "Pero antes de eso tuvo que soportar un interrogatorio de 36 días, a base de patadas y golpetazos en sus partes, en el Gobierno Civil. No quiero recordar cómo me entregaron la camisa --lamenta Pepita con la dulce mirada enrojecida--. Por suerte, he visto caer los tres edificios que me amargaron la existencia: el Gobierno Civil viejo; el sanatorio de la Purísima, donde cuando él estaba ingresado veía la Comisaría al asomarme a la ventana, y nuestra casa de La Fuensantilla, de donde salió muerto".

UNA VISITA AL AÑO

Luego vendrían 17 años de una postal cada quince días y una visita anual a Burgos, años de zozobras y disimulos en los que Pepita, que contaba a todo el mundo que su marido trabajaba en Francia, acudía al penal con la angustia de que se descubriera la falsa identidad de esposa que se veía obligada a adoptar para que la dejaran verlo. "Nos quisimos casar por poderes, pero el capellán se negó a casarnos si Jaime no renegaba de sus principios --afirma--. Al final, nos casó en Madrid un cura viejecito que se apiadó de nosotros".

Ocurría a las pocas horas de salir él en libertad, gracias al indulto general que se dio por la muerte de Juan XXIII en 1960. "¡Madre mía, qué felicidad cuando por fin nos vimos solos en nuestra casita de Córdoba! --recuerda alegrándosele el rostro--. Figúrate, en 17 años no nos habíamos dado más que tres besos y encima robados...". Jaime, con más de dos décadas de cárcel metidas en el cuerpo y el alma, era un hombre deshecho a los 45 años. No pudieron tener hijos, y el matrimonio llevó una vida "modesta y sobresaltada, yo cada vez que oía un coche me echaba a morir pensando que venían a por él; pero todo lo sobrellevábamos con amor hasta que el cáncer me lo quitó".

Fue sólo algo más de una década de vida compartida, después de tantos temores y anhelos. Pepita continuó en la lucha diaria, "pero ya sin ilusión por nada". Por eso ahora, al verse convertida en personaje de novela, siente que de alguna manera se ha hecho justicia. "Es como si el libro --dice-- nos hubiera vuelto a reunir". Y esta vez será para siempre.