Una imagen desenfocada inaugura el filme. Se adivina un paisaje donde irrumpe una figura humana que al acercarse a cámara va tomando definición hasta que una cabeza queda enmarcada en primer plano y la mirada del actor invita a pensar que el telón se alza para dar paso al relato. A partir de ese momento, la cámara no dejará de perseguir a este ser humano, o lo que queda de él, un prisionero judío húngaro llamado Saúl, un sonderkommando al servicio de los nazis en el campo de concentración de Auschwitz para servicios de limpieza en las cámaras de gas y cremación de los cadáveres. Y, más o menos, fuera de campo: el horror. Gritos, golpes, órdenes en forma de alaridos. No es necesario el diálogo en guión ni la sujeción de la cámara en la realización. Todo es movimiento y ruido para describir la locura de lo que fue la Factoría de la Muerte. Y, la verdad, queda mucho mejor que si se hubiese pretendido una producción de manera convencional, que sería la que mostraría explícitamente el exterminio. Aquí lo que se pretende es remover nuestros sentimientos a través de los sentidos, y se consigue de todas. Uno sale trastornado, noqueado, después de asistir al debut en el largometraje de László Nemes, ayudante de dirección del prestigioso cineasta (también húngaro) Béla Tarr, que ha conseguido una obra maestra con esta primera obra.

El protagonista, interpretado con brillantez por el poeta Géza Rörhig, encuentra en medio del horror y la muerte el cuerpo de un adolescente que toma como su hijo para resarcirse de lo que le reconcome por dentro, buscando la forma de terminar de una forma digna con un enterramiento donde un rabino recite la palabra sagrada. Todo ello se convierte en el mayor de los obstáculos, aunque la sonrisa que nos regala el prisionero cuando va llegando la conclusión merece la pena, después de tanto sufrimiento en su viaje al peor de los destinos. Cine veraz para filmar lo imposible. Un viaje al infierno.