Por los claroscuros nocturnos de los rincones de la Judería era frecuente ver a Lucas de Écija deambular junto con sus compañeros en busca de la fiesta que ayudara a la difícil supervivencia de los años 60 y 70, cuando este arte nuestro todavía no gozaba del respaldo masivo de la afición y el apoyo institucional no se había producido con el despliegue de estos tiempos.

Ahora que ha muerto Lucas de Écija, el tío Lucas como cariñosamente se le conocía, es necesario recorrer el túnel del tiempo para detener la mirada en aquella época llena de dificultades en la que la aventura de sobrevivir el día a día mostraba su cara lúdica y a la vez amarga a través de un buen puñado de artistas del cante, del baile y de la guitarra que a salto de mata arañaban unos cuantos duros al señoritismo de la época, a la emergente burguesía joyera, a la clase pudiente espoleada por sus más o menos apellidos ilustres y otros que sin pertenecer a estas castas se permitían alguna que otra fiesta con sus precarios ahorros.

Flamenco de la supervivencia, del sometimiento a una casta señoritil afortunadamente en desuso, a penosos nocturnos con el temor siempre de la imprevisible reacción del pagador de la fiesta, de gargantas rotas casi sin tiempo a recuperarse si tenían la suerte de ser llamados la noche siguiente, de tacones y uñas destrozadas en el baile racial de La Tomata y la mayestática figura del gran guitarrista Rafael Muñoz El Tomate, que ponía el equilibrio y la seriedad en la fiesta para que el cante fluyera en las voces de Curro de Utrera Automoto, El Mangui… y de este artista inigualable que hasta ayer fue Lucas de Écija, dueño de un metal de voz que «rompía el azogue de los espejos» cuando acometía los fandangos del Sevillano, la soleá, la seguiriya o el Romance a Córdoba por bulerías que tanta popularidad le dio. Testigos fuimos de muchas de sus actuaciones que jamás defraudaban porque siempre acometió el cante de una manera visceral, sin subterfugios que pudieran minimizar un ápice su entrega generosa llevada hasta sus últimos días.

Ha muerto un flamenco de raza, único superviviente de aquella época que durante bastantes años exhibió su cante de grandeza inabarcable y su bohemia figura de artista racial por los nostálgicos mesones de ese barrio eterno donde aún resuena su eco como la del almuédano convocando a la oración que se torna flamenca por obra y gracia de su personalidad única e intransferible.