Cuando un autor como Antonio Manuel -Antonio Manuel Rodríguez Ramos, profesor, novelista, entusiasta defensor de la Andalucía y lo andalusí, músico...- y una editorial como Almuzara -que tiene en lo andaluz y el flamenco dos puntos de apoyo constantes como entre otros libros demuestran Los gitanos flamencos o El flamenco a la luz de García Lorca- unen sus intereses y su deseo de proyección social, no puede nacer más que una obra como ésta que comentamos: Flamenco. Arqueología de lo jondo, obra que además tiene el valor añadido de contar con un epílogo de Manolo Sanlúcar y un oportuno glosario final que ilustra sobre la etimología y el significado de imprescindibles términos del campo flamenco.

Flamenco. Arqueología de lo jondo es un libro unitario y racial, atento a la sociología del pueblo andaluz y, por ello, anclado a la esencia de lo histórico y ancestral. Es evidente que sus dieciocho capítulos son como imprescindibles ensayos que en su brevedad quintaesencian lo fundamental del arte flamenco, validado a partir de unos rastros sociales tan elementales como la lengua, el sentimiento de dolor o de libertad o el orgullo del arraigo andaluz. A buscar lo más profundo de esas huellas, a rastrear por tanto la arqueología de sentimientos universales enraizados en lo andaluz, y a explicarlos, es a lo que tiende, con éxito, este libro de gran belleza expresiva en todos sus capítulos, tales como «Centro», «Herejes», «Mambo» o «Mudanza».

Ya en el primero de ellos, titulado «El venero», anuncia que la palabra, unida luego a la música, es el origen que se enraíza en algo mucho más jondo y da las claves que justifican lo flamenco, entendido en primer lugar como «la inteligencia emocional de un pueblo para resolver la tensión entre identidad y supervivencia. Las comunidades que optan por preservar íntegra su identidad, terminan muriendo lentamente, fosilizadas. Las que optan por sobrevivir a cualquier precio, suelen dar en pago su cultura para asumir la impuesta. Pero las hay que han resuelto esta difícil ecuación de ser sin dejar de ser, porque hicieron de su identidad la supervivencia. Éste es el caso de la mestiza y resiliente cultura andaluza.

Y el Flamenco es una de las huellas más reveladoras de cómo un pueblo consiguió sobrevivir reconstruyendo su identidad para no dejar de ser quien era. Este primer capítulo, además, traza las características de todos los posteriores, de todo el libro: claridad, esencialidad, pasión, emoción, y una documentación histórica y lingüística irreprochables. Esa rigurosidad histórica entronca con la simbiosis espiritual entre gitanos y moriscos (no olvidemos que uno de los libros recientes de Antonio Manuel se titula precisamente La huella morisca), lo que lleva a argumentar que «era inevitable que terminaran mezclándose con los ayes moriscos en los cantes de unos y otros que tanta espiritualidad estética y jonda compartían».

No podemos detenernos en cada uno de los capítulos, todos tan esenciales, argumentados y apegados al afán tanto etimológico como de hacer justicia ante la incomprensión de siglos; pero se hace necesario destacar algunos tan rigurosos como los titulados «Caenas», «La barca», «Ellos» o «La lengua». Todo el conjunto, sin embargo, convierte al libro en un documento diverso para probar la etimología, el mestizaje, el vocabulario, los palos, las letras y otros muchos e imprescindibles aspectos antropológicos del flamenco, al que se considera bastión de resistencia ancestral y racial, y por eso podemos leer que: «El cante jondo descerraja los candados del alma más desalmada porque en su música y en su idioma residen las llaves de la memoria».